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Todos habían oído hablar de Gilgamesh, un ser dividido por su origen en dos partes divinas y una humana. Fruto de la consumación de Aruru con un demonio, nació este tirano que como rey mantenía subyugado a su pueblo sin compasión. Aruru no podía permitir esta aterradora situación que intimidaba a cada uno de los habitantes del lugar y las zonas limítrofes, así que habló con el dios supremo Anu y modelaron a Endiku con arcilla. Este era un salvaje encargado de proteger a las fieras de sus captores y sus ofensivas armas y, sin duda, era capaz de igualar en poder a Gilgamesh. Ante la noticia de la venida de Endiku, el cuasi dios ideó un plan para atraer al salvaje hacia su terreno y así arremeter contra él sin ser advertido. Gilgamesh mandó llamar a una de las mujeres más bellas del reino.

- Mujer... una misión he de encomendarte y si te negaras he de darte a conocer la muerte.
- Dime pues mi señor, yo obedeceré. – Se arrodilló e inclinó la cabeza.
- Serás señuelo y habrás de atraer a Endiku hacia la ciudad de Uruk. Para ello usarás tus artes amatorias en total despliegue y cautivarás al salvaje. Ese será tu cometido. – La idea de llevar al salvaje a la tentación de transformarse en un crápula le llenaba de gozo.
- Así sea... mi señor. – Entonces se retiró acompañada por las concubinas del rey que la bañaron con dulces esencias y vistieron con las mejores ropas. Ese mismo día partió en busca de Endiku.

Seis días y siete noches bastaron para que el salvaje cogiera su pellico y se dirigiera a Uruk en busca de su ominoso enemigo. A cada paso que daba, el salvaje adquiría mayor rabia con respecto al soberano, pues pudo oír las historias que las gentes contaban acerca del tirano. Hablaban de explotación, de derecho de pernada, de abuso de poder, de muerte y destrucción por mero placer... así cuando Endiku llegó a la ciudad su odio era tan intenso que el enfrentamiento fue inevitable. Inexplicablemente, tras días enteros de lucha y, ante la imposible victoria por parte de ninguno de ellos, ambos terminaron el combate como amigos y poseídos por una gran admiración mutua.

Ambos entonces decidieron aplacar las barreras que asolaban su mundo personal e impedían su crecimiento como héroes. Empezaron su andadura por la exterminación de Humbaba, el gigante morador del bosque de cedros. El gigante era temido por su maligna alianza con los elementos y de todos era bien sabido que su grito se tornaba inundación colmando de agua todo a su alrededor; su palabra quemaba al oírla pues era fuego que se extendía con rapidez y calcinaba todo a su paso; y su aliento era la muerte misma que, al exhalarlo cerca de cualquier ser vivo, llamaba a las puertas del otro mundo con terrible facilidad. Aún así, era amado por el bosque mismo y las criaturas que lo moraban, pues su función, a pesar de su aspecto aterrador, era la protección de su entorno y ejercía incansable como guardián del bosque de cedros. Así, Gilgamesh y Endiku, con sus fuerzas unidas querían evitar que el ológrafo de Humbaba siguiera marcando con orgullo cada uno de estos actos tan atroces. Con tal prurito ambos se empeñaron en acabar con este mal. Ambos estaban solos ante el monstruo, los ancianos del Consejo habían proclamado su negativa vehementemente, aludiendo al fracaso inminente de tal osadía que haría que Humbaba arremetiera en venganza contra los pueblos vecinos al bosque. Haciendo caso omiso habían ofrendado con humo al dios Shamash y esto era lo único que habían podido contraer como escudo ante lo que les esperaba. Aprovechando que el gigante solamente tenía puesta una de sus siete capas divinas, los dos amigos se abalanzaron sobre él. Raudo, Endiku asestó el golpe de gracia que decapitó al monstruo y juntos sumergieron la cabeza en el río Eúfrates para llevarlo hasta Nippur. El guardián muerto ya no representaría ninguna amenaza para el reino de Gilgamesh. El bosque lloró durante mucho esta pérdida.

Ese mismo día deciden celebrar su victoria y ambos se visten con sus mejores galas. La fiesta es sonada en todo el reino y a ella acuden notorios personajes que colman de regalos al rey. Entre los invitados se encontraba la diosa Ishtar. Maravillada por la belleza de Gilgamesh, se enamora perdidamente e intenta seducir, con todos los ardides con que cuenta, al rey. Gilgamesh, altivo y arrogante la desdeña, rehusando cualquier regalo de su parte y prefiriendo la compañía de otras féminas de menos porte real. Abatida, Ishtar enfurece y desata su ira creando el Toro Celeste para que mate al rey. Cada vez que el toro bufaba eran cientos de personas las que perecían, pues la tierra se abría y tragaba todo lo que sobre ella se encontraba. Pero no pudo empitonar nunca a Gilgamesh, pues este seguía contando con el beneplácito de su amigo Endiku y en honor a su amistad se enfrentó al toro, cogiéndolo por los cuernos y arrancando sus entrañas. Así le dio muerte y con los cuernos creó vasos oferentes a Lugalbanda, el dios tutelar. Pero mientras ambos amigos celebraban su nueva victoria bañándose en el Eúfrates, Endiku sabe que algo no va bien.

Durante la noche Endiku es atormentado y se sabe conocedor de la ofensa creada para con los dioses al dar muerte a Humbaba y al Toro Celeste, además de por el desprecio proferido hacia la diosa Ishtar. Se ve a sí mismo empuñando la espada y arremetiendo ferozmente contra aquellos seres, enervado de furia se ve hurgando en el vientre del toro y riendo a carcajadas ante la imagen de Ishtar, a la que su amigo trata con desdén y despotismo. El sueño se desvanece mientras un dedo acusador aparece de la nada, proclamando desde el cielo su desvergonzada osadía. Endiku despierta sobresaltado y sudoroso. Tras el sueño, empezó a enfermar rápidamente y nada se pudo hacer por él, la muerte le vino a buscar y lo llevó directamente a los infiernos, la morada de Irkalla. Una vez en la entrada, ni la muerte quiso acompañarlo y le dejó al cargo de un extraño ser con garras de águila y zarpas de león que le guió hasta su destino.

Gilgamesh entonces sucumbió ante el terror de la mortalidad y lloró la pérdida de su amigo, vivo reflejo de lo perecedero de la carne. Es por esto que dejó su reino y emprendió un largo viaje en busca de la clave de la inmortalidad. Para ello se decidió ir al encuentro de Utnapishtim, superviviente del diluvio universal gracias a la ayuda de Ea y conocedor de los secretos de la vida eterna. Siguiendo la pista de este ser inmortal llegó a los montes Mashu. Cuando hubo puesto su pie en la cima, un hombre con tez azabache y aguijón dorado arqueando sobre su cabeza, le dio la bienvenida. Se trataba de los hombres escorpión, guardianes del camino del Sol. Siguiendo las indicaciones de estos híbridos, Gilgamesh avanzó por un camino apenas transitado por mortal alguno y llegó al paraíso terrestre. Un hombre, de aspecto avejentado y extrañamente pleno de juventud se le acercó. Cubierto con una túnica impoluta y quizá tan vieja como él, se presentó y profirió unas palabras de desaliento.

- Hola Gilgamesh, soy Siduri. – Bajó la cabeza con reverencia, mostrando un amable saludo al recién llegado.
- ¿Siduri, la Eterna Sabiduría? – no mostró sorpresa, pero se notó entusiasmado interiormente creyéndose en el fin de su camino, con la respuesta a la eternidad a punto de su alcance.
- Sólo estoy aquí para recomendarte que aproveches los placeres de tu mortal vida, pues nunca alcanzarás la inmortalidad.
- No podrás detenerme... si he de seguir mis pasos hacia algún camino, que sea la muerte quien me lleve o me indulte una vez mis fines sean conseguidos. – Arrogante como siempre, Gilgamesh se proclamó.
- Muy bien, así sea. Sigue el camino que allí comienza, habrás de atravesar las aguas de la muerte. – Siduri entonces se volvió y, sin despedirse, se marchó.

Gilgamesh siguió el camino y encontró a Utnapishtim ejerciendo su inmortalidad como barquero de tan fatales aguas. Así, ante su negativa de darle consejo para sobrevivir la muerte, el tirano obligó al anciano a transportarle a través de dichas aguas y éste le castigó con insomnio durante siete días y siete noches como prueba prima, pero no fue capaz de soportarlo y desistió de su empeño. Comprendió entonces que la inmortalidad no era patrimonio de los humanos y que los dioses decidían de antemano la muerte de cada uno de ellos. Gilgamesh se sorprendió haciendo uso del consejo de Siduri y, ya de vuelta a Uruk quiso enmendarse de algún modo de sus faltas, así que derribo un árbol para fabricar un trono y un lecho a Ishtar, pero la diosa, al conocer que el árbol había sido morada de una serpiente, un águila y un búho, en respeto a la naturaleza no se sintió capaz utilizar la madera para actos tan banales y creó un tambor que regaló a Gilgamesh para proferir la base de sus batallas y celebraciones en honor a los desahuciados. Accidentalmente el tambor cayó a los infiernos y, aprovechando tal acto, pidió desconsoladamente poder hablar con su amigo Endiku, prisionero por siempre de las fauces del tenebroso abismo. Nergal, dios de los infiernos, conmovido por la amistad que unía a ambos, decidió permitir que conversaran durante unos instantes que fueron bastante escasos, así que abrió un agujero en la tierra y dejó salir a Endiku por un tiempo breve en el cual dio cuenta a Gilgamesh de la triste condición de los muertos.

Fue entonces cuando más aún se afianzó el consejo que Siduri le diera. Gilgamesh cambió su talante tirano por el de noble siervo benefactor del necesitado, ahuyentando el mal de las tierras orientales y celebrando cada día la vida en lugar de esperar aterrado la muerte. Ahora sabía que debía disfrutar de los placeres que poseía y enmendar sus males con premura para no disfrutar jamás de la tristeza que en el abismo se respira. Pidió perdón a Isthar tantas veces como fue necesario y le regaló los cuernos de la bestia que creara antaño, pidió perdón también al bosque al que había privado de los servicios de su guardián y se ocupó de realizar esta tarea de forma cotidiana cada cierto tiempo. Honró cada día la imagen de su amigo Endiku y rezó a los dioses que algún día permitieran su libertad y ascenso al paraíso celeste. Gilgamesh recuperó el tambor y con tristeza se oye su lamento en las noches cerradas en las cuales golpea lentamente su tambor, como evocando la respuesta de su amigo desde los infiernos. Aún hoy se oye el sonido de un tambor entre los bosques y el ulular de un búho desahuciado que reconoce su antigua morada.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 466 visitantes. (0 votos)


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