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Noche del viernes de Cuaresma. En Antioquia un hombre enlutado de pies a cabeza jineteando un corcel negro aparece de nadie sabe donde. Cabalga con estrepitosa audacia, con desgarbada rapidez, ondeando su tres cuartos oscuro que golpea los cuartos traseros del animal. Un gran sombrero de ala ancha cubre su rostro. Espoleando el costado del caballo, una lágrima sanguinolenta se desprende sobre el pavimento y agrieta el negro azabache. Una mano sujeta las crines, la otra tira de unas cadenas de grosor considerable. El jinete azuza con hoscos y terribles gritos a un par de cancerberos que le siguen atados del otro extremo. Rabiosos canes del color de la noche sin Luna, con sangre y babas entre los colmillos, espoleaban a su vez a su amo para que este les sirviera alguna presa. Nadie caminaba por las calles, pero pocos eran los que dormían. Algunos atrevidos osaban descorrer ligeramente las cortinas y en la penumbra echar un vistazo a tan siniestra figura. Otros dejaban de ciclar sus preciadas joyas para arrodillarse y ofrecerlas a cambio de protección divina contra aquella abominación, promesa que se desvanecía una vez el peligro se esfumaba. El cura del pueblo, refugiado en su pequeña iglesia se hacía un ovillo con el misal apretado contra el pecho, rezando al Dios misericorde que se apiadara de las almas de sus fieles e hiciera patente la equidad de su sabio y amoroso juicio. Cada año se repetían los rituales, cada año el Sombrerón aparecía cabalgando por entre las calles a lomos de su caballo, una bestia con los ojos de fuego y unos relinchos que recordaban la existencia de un infierno más allá de los límites de la vida. De vez en cuando, el hombre oscuro tiraba de las crines y el animal levantaba sus patas delanteras amenazante mientras su jinete oteaba alrededor. Nadie sabía cual era su misión, ni de donde aparecía y, de igual modo, como desaparecía. Sólo sabían que no era bueno estar afuera cuando el sonido de las cadenas y los ladridos demoníacos arreciaban el ambiente con su pestilente miedo infundido. Muchos quisieron averiguarlo, pero el pavor no les permitía moverse del sitio y acababan por cerrar puertas y ventanas y acurrucarse en el rincón más oscuro de sus casas. |
Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 2269 visitantes. (0 votos)
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