Leotie era como su nombre, una flor de la pradera, bella y sinuosa que se dejaba llevar dulcemente por la dirección del viento. Iba danzando con su hermanita contenida en una pequeña cesta de ramas entretejidas, cuando por un descuido la dejó olvidada sobre la rama de un árbol. Migina no volvería a caminar entre los kiowas, su tribu natal y Leotie jamás volvería a ser la excelsa flor india, desde aquel momento quedaría marchita por la pérdida imperdonable de su pequeña hermana Luna que vuelve. Migina, ajena a tal desgracia e inconsciente y zafada con las más bellas flores en el interior de su cesta, sonreía divertida ante la visión de un pájaro rojo en lo alto del árbol en el cual se encontraba. Se aferró a la imagen de aquel ave como si de un noctiluco en la más oscura de las noches se tratase. Así, Migina abandonó la cestita y empezó a trepar hacia la arbórea copa con ánimo de alcanzar al animalito de destellantes tonos rojos. Cuanto más ascendía la niña, más crecía el árbol y más lejos se encontraba el pájaro. Una vez hubo alcanzado al ave, Migina era ya una mujer y el pájaro se transformó en un apuesto hombre, él era el mismísimo Sol, dueño del hogar al que había llegado la muchacha tras su larga ascensión. El Sol le dijo que ya la había visto en la lejanía, desde allí arriba y que la primera visión que de ella obtuvo ya siendo una niña le había convertido en un loco enamorado. Una vez juntos en las alturas, decidieron casarse. El Sol, no obstante, advirtió a Migina que sólo una cosa no podrían compartir so pena de romper aquel enlace sagrado. Se trataba de una planta que crecía en el huerto, una que bajo ningún concepto ella debía arrancar.
Pasaron los años y Migina, que tras casarse mudó su nombre por el de Mi´he Wi (Mujer del Sol), dio a luz un precioso retoño. Eran muchas las horas que pasaba en soledad junto a su hijo Amitola (Arco Iris) y echaba de menos a su familia. No pudo resistirse a la tentación que provocaba la curiosidad por aquella planta prohibida del huerto, así que se acercó con sigilo y la arrancó. Lo que vio la dejó sin habla. En el hueco que había dejado la planta arrancada, pudo ver a su pueblo. Un sentimiento muy profundo de nostalgia la embargó, cogió a Amitola y con una cuerda se deslizó por el agujero con cierta dificultad. Mientras comenzaba el descenso, el Sol la vio y furioso se dirigió raudo hacia ella. El Sol arrojó un anillo que cortó la cuerda sin compasión y madre e hijo se precipitaron al vacío. Mi’he Wi murió al instante de caer, pero Amitola sobrevivió gracias al cuerpo de su progenitora que intercedió entre él y el suelo. Su madre no recibió velorio alguno y el niño pronto fue recogido por la abuela Araña, quien le crió como si de su propio hijo se tratase. Cuando hubo crecido lo suficiente como para entender ciertas cosas, le dio el anillo del Sol y secreteó con él los pormenores de aquel incidente que le costara la vida a su madre. La abuela advirtió a Amitola que jamás debía tirar el anillo, pero éste hizo caso omiso y en un momento de enojo lo lanzó todo lo lejos que su púber fuerza le permitió. Al instante el anillo volvió a él con multiplicada potencia y dividió en dos al muchacho. Así fue como Amitola creó involuntariamente a su gemelo. Ambos fueron corriendo a ver a la abuela Araña que al verlos supo al instante lo acontecido. Amitola se honró con la tarea de poner nombre a su hermano. Le llamó Ankti, que en hopi era algo así como Danza Repetida. Desde aquel día siempre anduvieron juntos de un lado a otro.
En una ocasión, unos bandidos intentaron acabar con sus vidas encerrándolos en una cueva y llenándola de humo. No consiguieron asfixiarlos, pues sabiamente supieron recitar un conjuro que su abuela les había enseñado y disiparon la humareda. Cuando sus enemigos se hubieron marchado dándolos por muertos, los gemelos salieron de la oscuridad y decidieron que no podían morir sin antes haberse reencontrado con sus orígenes. Entonces, se despidieron de la abuela Araña y marcharon en busca de su familia kiowa. La abuela lloró ríos enteros tras su marcha pero comprendía lo inevitable de esta. Una vez encontraron la tribu de su madre, se instalaron y vivieron allí por siempre.
En una ocasión Ankti fue a bañarse al río que acariciaba la periferia del poblado y no volvió jamás. Los ancianos dicen que se convirtió en animal acuático y permaneció en el río por siempre. Amitola por su parte, llegó a ser un gran jefe indio admirado y respetado que no dudaba en usar el mangual si a ello se veía obligado. Mas cuando Amitola se hallaba en una encrucijada y la preocupación le aturdía, este se acercaba al río para mitigar sus dudas. Muchos indios fueron los que asombrados contemplaron la escena de Amitola sentado en la ribera del río. Una imagen surrealista en la que siempre se le veía conversando con un animal acuático del tamaño de un hombre. Ankti siempre se acercaba cuando veía a su amado hermano acercarse por entre la maleza.
Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado |