Cada vez que Mike volvía a su Australia natal, no podía dejar de visitar Ayers Rock o Uluru como su padre solía llamar al montículo rojizo que se alzaba en el corazón mismo del desierto australiano. El Uluru era para los aborígenes el centro mismo de lo que las leyendas mentaban como el tiempo del sueño, la época del comienzo de todo. Mike sabía del reclamo turístico que había supuesto para Ayers Rock ser la mayor masa rocosa del mundo y apenas podía caminar a lo largo de sus casi diez kilómetros en absoluta soledad. No obstante, siempre aguardaba como un espantajo a que se ocultase el sol. Se sentaba en uno de los bordes, sacaba el termo de la mochila de lona y se servía una deliciosa tisana que su padre le enseñara a hacer en aquel tiempo en que Mike aún era un chaval lozano. Entonces miraba los últimos jeeps abandonando la roca varios cientos de metros más abajo, brindaba por la soledad que le regalaban y se deleitaba con el ocaso. Entonces la roca se volvía apagada e incluso cinérea. Quizá las cenizas de los wondjina descansaban en su interior, como un recuerdo añejo, una noesis de un tiempo remoto que se adivinaba casi irreal, pero que ahí estaba, imperecedero en la memoria de aquel continente.
Al principio de los tiempos, la única vida que existía en torno a aquella masa esférica y achatada por los polos, eran intentos de seres informes... plantas y animales que no llegaban a ser tal y no hacían más que prolongar un sufrimiento innecesario debido a su inacabada modelación. Eran ridículas pantomimas procedentes de la mayor de las sentinas, de los abismos más oscuros en los cuales eran rechazados con nauseabunda descortesía. Una obra inacabada de un dios demasiado ocupado, jocoso tal vez. Entonces la divinidad creadora decidió dar nacimiento a los wondjina, los espíritus creadores, que habrían de moldear sabiamente aquellas formas para conformar una única y poderosa familia, la vida. Fueron estos espíritus los que, cobijados por la gran sabiduría divina, hicieron de los animales, plantas, humanos y demás seres, lo que hoy en día son. Los wondjina viajaron por todo el mundo, formando ríos y llanuras, montes y mares, poniendo un relieve aquí y otro allá, estableciendo normas de parentesco entre tribus e imbuyendo a los pueblos solidaridad y un profundo amor a la naturaleza. Ellos crearon la montaña sagrada, el Uluru. Cuando el tiempo de los sueños se dio por finalizado, los espíritus creadores desaparecieron, dando paso a los humanos, cuya función debía ser la de salvaguardar el arduo trabajo de los wondjina.
En esto pensaba Mike allí arriba, en lo mal que habían tomado el relevo y en el daño que habían causado a la madre natura. Habían talado y quemado sus bosques, contaminado su atmósfera, océanos y ríos, extinguido decenas de especies... la divinidad creadora debía estar retorciéndose con el sólo pensamiento de haber dado forma a los humanos. Ni las plantas ni los animales habían obrado en contra de su propia naturaleza, habían vivido en armonía, pero solamente unos pocos hombres, la mayoría aborígenes conscientes de su historia, habían conseguido mantener el deber de cuidar la tierra, de agradecerle todo lo que de ella obtenían, lo que les concedía como un regalo divino. Marlo Morgan vivió de cerca esta confraternidad entre la naturaleza y el hombre, entre lo divino y lo terreno, y lo plasmó sabiamente en su libro. Mike también lo había vivido, su familia tuvo el honor de enseñarle a amar con bondad y generosidad. Mike que tenía una estrecha relación con la roca sagrada siempre era bien recibido por los anangu, el pueblo encargado de conservar y cuidar Ayers Rock. De aquel pueblo había aprendido todas las leyendas que de aquel desierto se cuentan, su padre pertenecía a esta humilde tribu. En estos tiempos no era fácil conservar las costumbres de los ancestros, pero conseguían combinarlas con la actualidad de forma hábil y sin entorpecer lo básico y fundamental, el respeto a la vida. Realmente su padre pertenecía a todas las tribus del mundo, no podía negar su omnipresencia a la que los anangu estaban acostumbrados. Eran los únicos que aún podían conversar con él, que podían verle y aprender de sus consejos. El resto había perdido la raíz de sus orígenes, la esencia misma de la vida. Era por esto que eran destructores de vida, más que conservadores o creadores. Habían olvidado la verdad que rige en el mundo y que está por encima de todo. Por eso estaba Mike allí, por esa razón las divinas manos del creador habían forjado nuevamente espíritus creadores. Los wondjina habían sido devueltos a la vida y ahora llegaba el momento de volver a trabajar. No desharían lo que antaño hicieran, pero mejorarían el mundo con nuevas especies dispuestas a crear un remanso de paz y armonía donde ahora reinaba el caos. Cada año Mike volvía a la sagrada roca Uluru, porque de ella extraería un trocito de roca, la transformaría en barro y daría forma a un nuevo ser capaz de comprender y enmendar. Ahora los espíritus creadores no podían mostrarse tal y como eran y se camuflaban entre los hombres. Mike, que en realidad se llamaba Uluringa, se hacía pasar por un humano de mediana edad, trabajador social encargado de buscar las mejores familias para esos niños abandonados que depositaban a las puertas del centro.
El alba sorprendió a Mike por la espalda. Con las manos manchadas de barro, rojizas y magulladas, descendió con suave agilidad de la cima de la roca. Se dirigió hacia el coche, dejó la mochila en el maletero y depositó el bebé en el lado del acompañante. Subió al vehículo y cerró la portezuela mientras lanzaba una sonrisa al neonato. Un atisbo de inusitada inteligencia asomó a la mirada del niño, asintió y se pusieron en marcha. Mañana tenía una cita, sería la familia perfecta para él. Crecería sano y con grandes posibilidades. Esta generación cambiaría el rumbo de la historia, estaba naciendo una nueva era... ellos serían el futuro y guiarían de nuevo la creación hacia la vida. Una estela de humo y polvo se levantaba al paso del jeep por las arenosas dunas del desierto australiano. Con el sol apenas visible en una franja, se alejaron hacía la civilización. Ayers Rock quedaba atrás, hasta el año próximo.
Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado |