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Tiempo atrás en la antigua china, vivía en su celeste bóveda un prodigioso arquero, Yi. Tratado y venerado como un dios, sus hazañas contra numerosos endriagos y otros seres que sembraban el terror en aquellas tierras, le habían hecho famoso y célebre entre el vulgo. No era extraño ver comentar a los hombres mientras recogían arroz, hablaban de la situación del país, del emperador y, con frecuencia creciente, de Yi, el arquero del cielo. Eran muchas las historias que se contaban de este héroe, pero ninguna como la que le haría merecedor de las leyendas que sobre él proliferaron camino al futuro cientos, quizá miles de años después.

Si bien era cierto que Yi tenía el beneplácito de la realeza y constituía el privanza del emperador Yu, en su flamígero espíritu refulgía la llama de la independencia y, a veces, su actitud solitaria no era muy bien comprendida por aquellos que en todo momento deseaban de su protección o compañía. En cualquier momento, saltaba hacia el cielo y desaparecía durante horas o días, sin importarle dejar al emperador mismo con la palabra en la boca o interrumpir una conversación de trascendencia eminente. Yi era un hombre de bien y no podía dejar de sentirse obligado a prestar ayuda ante la necesidad humana hacía la que su intuición divina le guiaba. El emperador, comprensivo y sabio, aceptaba sin rencor esta intromisión del deber moral de Yi y lo dejaba marchar sin mayor apuro.

Cómo Yi era bien venido a las dependencias del insigne emperador, disfrutaba pasando gran parte de su tiempo en su compañía. Durante sus largas visitas, Yi aprovechaba para practicar su tiro y enseñar a los arqueros del reino a administrar su puntería y destreza con mesura. Yi era un arquero al servicio de la humanidad, pero bien era cierto que cuando el emperador Yu hizo su remodelación de China para hacer de sus tierras un lugar mejor para vivir, fue el arquero quien le ayudo a expulsar los dragones y todas las fuerzas del mal confinándolas en las marismas, mientras el emperador realizaba la ardua tarea con sus fieles de canalizar la tierra para que el agua se dirigiese al mar. Estos canales y riachuelos hicieron de China un lugar fértil a su paso. Dicen que Yu se valía del dragón alado y eventualmente se convertía en oso para poder abrir caminos en las enormes montañas, de ahí quizá que fuera posteriormente bautizado como Yu el Grande. En honor y agradecimiento a la ayuda prestada por Yi, el emperador mandó a su mejor herrero forjar un mandilete de oro. Esta soberbia pieza para la diestra mano del arquero, llevaba un grabado de indiscutible belleza y un conjuro protector que solamente el emperador era capaz de descifrar. Si bien, a pesar de la bienaventuranza de la amistad entre el arquero y Yu, se oían comentarios de gente que intentaba concitar al pópulo contra estos, el conjuro que protegía esa fraternal relación desechaba de inmediato cualquier mal.

Yi llevaba el mandilete dorado cuando se enfrentó a la mayor hazaña que hiciera y por la que se le reconocería desde entonces. En aquella época eran diez soles los que surcaban el cielo, turnándose cada día uno, rociando con calidez renovada las tierras de la antigua China. Pero un día, descontrolados aparecieron todos al tiempo y con la potente luminosidad y calor que despidieron provocaron la muerte de muchas plantas, innumerables campos y cosechas y el advenimiento de una gran hambruna que desoló el país de punta a punta. Pronto el emperador apenado solicitó la ayuda de Yi. Su heroicidad era tan grande como su carácter inmortal y su destreza con la flecha. Pronto concertó una cita con Di Jun, el padre de los diez soles para poder arreglar el desequilibrio provocado por sus hijos y poder retornar al estado habitual. Di Jun no quería que muriese ninguno de sus hijos, pero Yi hizo caso omiso, sabedor de que únicamente existía una solución posible. Así disparó nueve certeras flechas que acabaron con la vida de nueve de los diez hijos sol de Di Jun. Un solo sol quedó en el cielo, aquel que en la actualidad baña con sus tristes y cálidos rayos a toda la humanidad. Apenado por su soledad circundante y tristemente enamorado de aquella que apenas con él se cruza. Di Jun, furioso por la imagen de ver morir a sus hijos bajo el arco de Yi, expulsó a este del reino de los cielos y lo condenó a vivir como un mortal en la tierra. El emperador Yu lo acogió en su hogar agradecido por el mal que había evitado, devolviendo la paz y la vida al reino y en su lecho el emperador lo vio morir muchos años más tarde. Murió como mortal, pero siempre fue venerado como un dios y no hay una sola persona en China que no haya oído hablar de sus hazañas y facultades. Admirado y respetado, Yi fue siempre considerado un dios en la cultura china, desde entonces y hasta nuestros días.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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