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Recostado sobre las raíces de un árbol, observaba complacido a su alrededor, con esa mirada deliciosamente enturbiada por el bienestar que la ociosidad le ofrecía con parsimonia. El suave murmullo del riachuelo, a unos metros a su izquierda, le arropaba y mecía cálidamente, sometiéndolo a un agradable sopor. Por hoy su educación estaba servida, Mider había dado por concluida la clase apenas el recuerdo de su amada Etain afloró a su mente. No lo dijo, pero Oengus lo sabía con certeza, todos conocían la triste desdicha de Mider y su amor imposible hacia la esposa de Eochaid, rey supremo de Irlanda. El joven muchacho, se apenaba por su instructor, pero no era capaz de comprender la esencia de tal sentimiento. Para él aquellos episodios le daban la libertad necesaria para cubrir sus ensoñaciones y saborear las mieles del ocio en compañía de la naturaleza, de los pájaros y las criaturas del bosque. Se sabía dichoso bajo las ramas de aquel ser representante de la esencia misma de la vida. Una de las cosas que había aprendido Oengus era a valorar lo que de la tierra provenía y los árboles eran amados con dulzura por todo aquello que proporcionaba al hombre, en este su caso, sombra, pero sobre todo por ser un potente protector espiritual, símbolo de la regeneración perpetua. Como hijo de la juventud, Oengus tenía especial admiración por el simbólico enlace que entre él y aquel ser se formaba.

Esos momentos de relax que sustraía al tiempo dedicado a su educación le colmaban de una paz inconmensurable, mas sabía que su padre, Dagdé, rey de los dioses, le hubiera preferido aprovechando cada instante en brazos de la sabiduría que Mider ostentaba. Gracias a éste había conocido algo más a su padre, al que apenas sí veía, y descubierto las hazañas de su pasado contra los fomoireos, dioses de la Muerte, el Mal y la Noche, habitantes de la oscura región más allá del océano conocido. En la famosa batalla que enfrentó a su padre contra estos dioses, los fomoireos robaron el arpa mágica de Dagdé, que acompañado por Lugh y Ogmé, recuperó más tarde en la cueva en la que los fomoireos se refugiaban. Con un poderoso ¡Ven! el arpa se descolgó de la pared en la que se encontraba y cuenta la leyenda que mató a nueve personas a su paso. Entonces entonó diversas melodías haciendo llorar, gemir y gritar con angustiosa pena a las mujeres, hombres y niños de aquella oscura cueva, luego les hizo reír y finalmente los sumió en un profundo sueño. Así escaparon sin sufrir daño alguno.

Cómo se recreaba Oengus con estas historias, entrecerraba los ojos y mascaba un tallo de cualquiera de las plantas de su alrededor y soñaba, soñaba con ser algún día merecedor de las leyendas de su querida Irlanda, de su amada tierra. Hasta momento, la fama que le precedía era la de su noble belleza física y su radiante pelo dorado que le caía sobre los hombros. Con unos rasgos casi femeninos, ingenioso y atractivo, saciaba sus ansias carnales con cualquier dama, y regalaba sus besos convertidos en pájaros, pero desconocía el Amor. Solamente conocía aquel que su figura evocaba, aquel que no podía más que considerarse fatal para quien lo probaba.

Una noche, la geodesia de su propio mundo se iba a ver truncada, la gravedad de su centro iba a sufrir un insospechado desequilibrio que casi le haría perecer y cambiaría su vida para siempre. Fue que en sueños una hermosísima joven se apareció cerca de su cama y al poco se esfumó, como las olas del mar que pronto llegan a la orilla se desvanecen en susurros. Al despertar Oengus, se sorprendió tan enamorado de la visión que le hubo ofrecido la muchacha que no pudo volver a probar bocado. Su palidez y malestar eran notables, había sido engaitado por aquella diosa, que no por menos la tenía en su corazón. A la noche siguiente, otra vez en sueños, volvió a aparecérsele, esta vez con un arpa dorada que ensalzaba aún más su cándida belleza. Su nívea piel se dibujaba sinuosa bajo un blanco vestido de gasa apenas opaco, con una delicadeza sublime, propiciando tiernas caricias sobre las cuerdas de su arpa. Mientras sus dedos se deslizaban dejando escapar las más excelsas notas del instrumento, miraba a Oengus con sus ojos de almíbar, ondeando su pelo cual fuego al viento, y entonaba al compás del arpa su delicada voz, tan dulce y suave como un trago de aguamiel arropado por las estrellas del firmamento. Sin duda fue una bellísima canción. Al terminar ésta, Oengus despertó encontrándose nuevamente desolado y más enamorado aún, tanto que enfermó gravemente.

Ni médicos ni druidas eran capaces de atisbar el mal que adolecía el joven, mas uno de ellos, con su perspicaz ojo clínico, supo ver donde radicaba el dolor del muchacho e hizo llamar a Boann, su madre, para hacérselo saber. Entonces, aturdido, el hijo se confesó en los brazos de quien le diera la vida. Durante un año fue que su madre anduvo buscando a la muchacha de los sueños de Oengus sin resultado alguno. Fue entonces cuando, bajo el consejo del médico que alertara de la enfermedad del chico, acudió Dagdé y le exigió como padre que encomendara a Bodb, rey de los dioses de Munster, la misión de buscar a tan misteriosa y divina muchacha. Oengus estaba tan débil que, cuando Bodb encontró a su soñada un año más tarde, apenas sí alcanzaba a moverse y no pudieron más que trasladarlo recostado en una carreta. Fue llevado al palacio mágico de Bodb, donde le tenía preparadas ciento cincuenta doncellas emparejadas con una cadena de oro. Oengus no necesitó escudriñarlas con atención, de entre todas una sobresalía del resto por su altura y esbeltez. Una lágrima recorrió la mejilla del joven, cual riachuelo que en sequía apenas empieza a brotar con el primer deshielo. En este caso el deshielo venía de su corazón, alegre de ver su sueño materializado, libre de la pena que llevaba condenándolo por más de dos años a un decadente sufrimiento. Sin duda los elementos se invirtieron, se traspusieron ágilmente para truncar el hasta ahora orden de los acontecimientos. Pero ahí no acaba la lucha por verse resuelto de su onirismo tan anhelado.

Caer, que así se llamaba la bellísima joven, estaba sujeta a una terrible maldición (pasaba un año con forma humana y otro año con forma de pájaro) y a una exigente sobreprotección por parte de su padre Ethal, que impidió tajante se desposara con Oengus. Fueron largas las jornadas que hacían de Oengus un nocherniego meditabundo en busca de una solución a tan trágico infortunio, pero finalmente resolvió acercarse al lago en el cual vivía Caer en forma de cisne y expresando su deseo de bañarse en aquellas aguas, Oengus también fue transformado.

Así se bañó con Caer, sus plumas se mezclaron en una sensual danza acuática, unieron sus picos y se propinaron tiernos chapoteos. Aquella unión les hizo esposos, aquel sacrificio unió a los enamorados que nunca más se separaron. Su condición de ave no les privó de su Amor y, cada año que pasaban aprisionados como cisnes, disfrutaban de la espera que les separaba de sus formas humanas, ansiosos por unir sus manos y mezclar sus cuerpos, imaginando todo aquello que se dirían y los besos que se proferirían hasta el fin de sus días.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 79 visitantes. (0 votos)


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