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No me di cuenta de cuánto le estaba doliendo.

Estaba allí, hablando a mi manera, diciendo sin querer decir, ni enfadada, ni ofuscada, ni renegada. Sólo verborreica.

Se reclinó sobre el respaldo de la silla, dejó de tomar mi mano. Cruzó sus brazos en una barrera sobre su pecho, protegiéndose. Se mordió el labio superior ligeramente. Vi cómo se le empañaban los ojos. Se le iban llenando de lágrimas y yo seguía hablando, alegremente. Combinaba palabras, caladas, sorbos de cerveza.

Es raro el momento en que no le entiendo.

Empezó a cabrearse.

Hablamos de relaciones paralelas e hice un ejercicio de sinceridad. Irónico, casi divertido. Apenas un “pues claro que me tiro a otros, cielo.”

Le digo ese tipo de verdades a medias constantemente. Me protejo. No quiero que sepa que existen otros, pero no quiero que sepa que no existe nadie más que él.

Él es mi prioridad emocional. Pero no soy imbécil. No me enamoro gratuitamente, al menos no después de todo lo vivido. Amo incondicionalmente, es cierto, y nunca digo “no”. Pero hago mi vida y manejo mi libertad, porque es el derecho añadido a aceptar ser su queridísima, segundo plato, la otra, la huída, la escapada de la rutina.

Me molesta que él piense que mi entrega es entera y eterna. Pero no quiero perderle. Así que a veces aludo a mi otra vida, igual que él alude a su vida, la auténtica, y no esta fantasía que sueña conmigo.

Pero se cabreó; molesto y torpe; no supo reaccionar.

No dijo: “qué cabrona”, ni siquiera: “joder, no me gusta que te acuestes con otros”; tampoco: “no quiero que te tires a otros hombres.”

Sólo se sintió molesto. Se revolvió sobre la silla, se puso nervioso. Y dijo algo así como: “no me lo cuentes, no me lo cuentes.”

No profundizamos más.

Entonces me salió esto:

“No tienes ni puñetera idea de cuánto te quiero. No tienes ni idea porque no puedes sentirlo ni lo sentirás nunca. Porque tú no sabes lo que es soñar toda tu vida con un hombre como tú. Y que te castigue el destino y te lo ponga delante. Y deje que te bese y te ame. Y luego te diga: “¡Jódete, Ana!, sólo será tuyo una ínfima parte de su tiempo”. Y antes que tú vendrá el trabajo, y la familia, y otra mujer. Y luego algún instante para ti. Para que sueñes. Y para que te mortifiques después por no poder compartir cada mañana junto a él. No chico, no tienes ni idea. Así que si a veces me tiro a otros, es porque trato de joder al destino que me jode, y decirle que me da igual que me haga esta púa, porque soy libre, y me tiro a quien quiero.”

No hubo consuelo.

Ni risas, ni copas, ni “te amo”, ni “te quiero”, ni hacer el amor. Ni los abrazos de toda la noche, ni el despertar abrazado a mí acariciando mi cuerpo, ni despedirse saliendo de casa diciéndome “te quiero mi niña” desde la puerta.

No hubo consuelo para aquel momento de odio vertido sobre el hombre que amo.

Ya sólo esperaré. A que el dolor pase. Y tras él, llegue de nuevo la locura.

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 153 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-12-2006 A veces resulta irónico, pero necesario, el protegerse del dolor propio causando otro tanto de dolor en aquel que nos lo propina; o cubrir la impotencia atacando un poco. Pero para el señor del relato, aunque sólo sea por esa noche de picazón: que se joda. xung0
26-12-2006 Me imagino a la mujer del cuento, solitaria, dueña de su destino, entregada a medias, segura pero con instantes largos de debilidades extremas, como es la vida misma, como somos los humanos... aukisa
 
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