Habían llegado poco antes de las navidades, una pareja de jóvenes canadienses (que más tarde se probó que en eran norteamericanos, pero claro, nadie en la urbanización distinguió un acento de Vermont de uno de Ottawa), radiantes, exultantes, adinerados y poderosos: rubia y espigada ella, castaño y grande él, guapos y corteses como pocos. Habían alquilado uno de los chalés más bonitos de la urbanización para pasar unas semanas de vacaciones y visitar El Prado, poco antes de la desaparición del pequeño Antoñito, el hijo del consejero delegado y la catedrática del primer chalé de la esquina; más o menos desapareció, recordamos todos, cuando cayó la gran nevada, una como pocas veces se recordaba en la Comunidad de Madrid, y pensamos que se había perdido en el Soto de Viñuelas durante la tormenta. El muñeco de nieve duró hasta bien entrado el mes de marzo, debido a que la pareja lo había colocado en la pendiente del garaje junto a la verja, que tiene sombras perpétuas durante todo el invierno, y sólo un mes y medio después de su marcha nuestro hijo descubrió, tras caerse la cabeza con la zanahoria cuesta abajo, la propia cabeza de Antoñito con los ojos azules bien abiertos, perfectamente conservada en el frío de la nieve.

8-I-2004