Sí, a veces me dan ganas de dormir profundamente; de tirarme en la cama y no levantarme jamás. Claro, hay una razón, un hombre que me detiene y que me compra con su sonrisa, al cual no puedo negarle un carajo. Tal vez yo sea cambiante, o en palabras más mundanas, una estúpida marca acme -si, la de los dibujitos- y pasar de la euforia alegre a la euforia triste, sea algo tan normal que no me dé cuenta cuando lo hago.

Debo aprender a cerrar la boca, permanecer muda cuando lo que diga no supondrá nada para la pared que me escucha -si, yo hablo con las paredes- la próxima vez, encenderé un cigarro y me sentaré a esperar -paciencia es la que me falta-, esperar a que el mundo sea como yo quiero, a que las cosas me sean sopladas en la cara con un rastro de alcohol, odio y drogas -no me consuelan las tachuelas, ni las pastas, ni el alcohol (la he robado a A. Lora)-; en especial de odio, que me sea vomitado para que no tenga ganas de volver a arrastrarme bajo la tenue luz de tu ventana -y es que lo he hecho tanto que hasta asquea-, que no tenga ganas de revolcarme en la sal de tus letras y que no invente venganza alguna por la cual deba tocarte -literal o metáfora- la piel, los ojos, pestañas o los sentidos.

Quiero dormir profundamente y no despertar jamás (ésta también la robé pero no recuerdo a quién), para no acordarme que necesito tu sangre para sobrevivir o tus hechizos para aletargar el día -su noche más bien- hasta convertirlo siempre en la eterna pesadilla que permito que pase.

Tal vez -mira lo que te diré, hasta dónde he llegado- siempre has sido superior a mí, al menos más inteligente -si, ya lo creo, contigo he sido lo más estúpido del mundo- y entonces, todo lo que diga está de más, las luces siempre brillan en el alma -me robé esa frase, no es plagio, la fuente es... no importa- para bien o para mal.

Y una mierda, lo que pienso de la vida en este momento, es lo que he pensado siempre: es una mierda con olor a perfume caro. Te engaña, te atrapa entre sus redes llenas de limo y cuando te das cuenta, Neptuno está allí con su tridente dispuesto a encajartelo donde más te duela -salva sea la parte que no quiero nombrar por que no estoy de ánimo para putear-. Y entonces, ¿qué me queda? Me quedan dos cuartos de suculentas mentiras, tres kilos de amorosas palabras que se han podrido, apestan y un pinchazo como para que despierte de tal estado de estupor al que conducen las drogas -al menos el estupor ayuda a que el dolor sea más aceptable- y te ríes, por que pocas veces te reviento las cosas en la cara, por que pocas veces estoy tan hóstil con tus actos. Hay que rallarse las muñecas con un cuchillo, tentar al diablo a que me busque y que me encuentre -o yo a él en su defecto-, que mi habitación se inunde de su brujería -olor a azufre y derroche de egocentrismo- y su cola se pegue a mi espalda como un hierro ardiente y sin misericordia.

¿Para qué seguir?-con una sarta de incoherencias- si escribo todo esto para no llorar, para no decirte -lo bueno- que me haces sentir, lo diosa que soy cuando tus ojos se posan fríos -son fríos y hermosos- sobre los míos -tiernos y estúpidos-, para no rendirme y dedicarte una desgraciada poesía de amor, un texto de inmortalidad -que tú le dedicas a otra-, un suplicar vuelto monólogo como lo de hoy. ¡Qué patética vida! ¡Qué patética yo!-lo sé- pero no quiero cambiar, al menos hasta que muera.