Le habían dicho de pequeño que tenía memoria fotográfica. Daba igual, cómo dormir por la noche con aquellas imágenes pegadas en la cabeza. No podía evitarlo, se quedaba con las ideas más extrañas y desagradables: el canario en la jaula que se echa al agua y se ahoga hundiéndose lentamente, luchando inútilmente por batir las alas; la portada de aquel disco de aquel grupo norteamericano en la que aparece un perro triste, tristísimo, que se sostiene sólo sobre tres patas; el gorrión de aquel libro de aquel escritor argentino, al que un personaje fatal le ha pinchado los ojos, y el pobre animal enloquecido se da de golpes contra las paredes de una habitación en la que no encuentra la ventana para escapar; aquel gato blanco que vio correr por la calle propulsado únicamente por sus patas delanteras, arrastrando las traseras rotas e inútiles por la lija del asfalto.
Ahora era diferente porque la idea se le había ocurrido a él solo (aunque sospechaba que este pensamiento no era ni mucho menos original, sino más bien todo lo contrario). Una mujer horrorosa, vieja, desaliñada, fea, le había hablado a pocos centímetros de su boca, echándole a boca jarro el fétido aliento de tabaco y alcohol. En ese momento se percató de que inspiraba el apestoso aire viciado de la mujer, y sintió como le recorría la nariz, la tráquea, los pulmones, su sangre y de ahí a todo su ser. Se mareó de puro asco, pues comprendió, que ahora el aliento de aquella vieja mujer formaba parte de él, que ahora aquella vieja era, de alguna manera, una parte de él.
10-I-2004
|