A través de Internet he conocido gente maravillosa, también de la otra, pero hoy quiero hablar de aquellos con los que comparto mis mates virtuales, mis medialunas, mis cervezas nocturnas, mis pensamientos de cada día, mi vida digamos, porque respirar es sólo una forma de vivir.
Este encuentro real y digo real porque no voy a discutir ahora sobre lo que existe o no, es tan difícil definir realidad como lo es definir forma. Este encuentro real, repito, me ha llevado a hacerme ciertas preguntas o planteos tales como:
¿Qué hacen estas existencias sentadas frente a una pantalla la mitad del día? ¿Cómo puede sufrir de soledad gente que con sólo desearlo tendría el mundo a sus pies?
Estas mismas preguntas se has hice a una gran amiga y ella me contestó: “somos islas Melina, no mayoría”
Y es cierto, son islas.
Islas que tienen que fingir ser como la mayoría, que se cubren de corazas a diario para pelear contra un sistema que no permite soñadores, porque claro, los soñadores son demasiado peligrosos.
“Tuve un sueño y me fui tras él para terminar derrotado y solo” dirá en un futuro alguno de mis personajes y el personaje no será otro que yo disfrazada en algún texto y acaso muchos de ustedes comentarán sin darse cuenta de que ahí estoy con bronca, con miedo, con tristeza...
Nos han enseñado que soñar es perder el tiempo, no así despertarnos a una mañana que no queremos, estudiar algo que no nos gusta, trabajar en eso que odiamos. No. Eso no es perder el tiempo, es adaptarlo a lo que debe hacerse aunque “lo que debe hacerse” vaya, poco a poco, matando a las islas.
En las fiestas mi hija de tres años me dijo: “mamá, a mí no me gustan las luces que hacen ruido, me gustan las que tienen alitas” y enseguida una voz correctora, no sé de quién porque me ahogó la rabia: “se llaman fuegos artificiales”
¿Qué tiene de malo encontrarle alitas a las cosas? ¿Cuándo hemos perdido la capacidad de verle el vuelo a lo que nos rodea?
Por qué no seguir pensando que la belleza está en el bueno, como hacen los chicos, y no dejar que día a día nos gane la superficialidad.
Por mi parte no quiero rodearme de personajes por siempre, no quiero a mi alrededor gente que se queda pensando diez minutos si conviene darme un abrazo o un apretón de manos por ese maldito “qué dirán”.
No me interesa tener amigos que se acomoden el pelo en cada vidriera de la cuadra o me pregunten para qué voy a un taller literario si eso no me dará réditos económicos.
Me importa esa otra parte, esos locos empapados de melancolía cotidiana que me encuentro a veces en las esquinas ignorantes de marcas y de modas, que me convidan un cigarrillo a la sombra de las penas mientras me cuentan que esta noche habrá lluvia de estrellas.
Esos que rara vez acceden a las máquinas pero, cuando lo hacen, se transforman en ventanas, en cartas a las flores, en abrazos que derriban distancias; en esas islas que admiro porque todavía pueden ver las alas de las cosas.
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