Este escrito en forma de relato, ya ha sido publicado anteriormente aquí y en otros espacios literarios de Internet, pero quiero traerlo de nuevo reescrito, para que a modo de felicitación hacia todos ustedes, hacer hincapié en la pobreza que algunos millones de seres humanos padecen.
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OTRA NAVIDAD
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Los dos eran jóvenes. Él, inmigrante ilegal llegado en patera a la costa española tras un horrible viaje en el que casi pierde la vida, trabajaba en su país de origen como obrero artesano, aunque aquí estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de poder ganar un jornal con el que mantenerse ambos.
Ella, vino junto a él en las mismas circunstancias tan peligrosas, y no trabajaba en esos momentos porque su avanzado embarazo no se lo permitía, pero había estado haciéndolo hasta sólo unos días antes, pidiendo por caridad una limosna en alguna esquina, y vendiendo pañuelos de papel en los cruces de los semáforos.
Llegaron aquí hacía unos meses, emigrando desde su tierra, después de sortear mil y un inconvenientes, trabas y barreras en las fronteras por las que atravesaron, hasta lograr a duras penas instalarse en una ciudad escogida al azar.
No hallaron posada donde cobijarse en las noches de frío e intensas heladas; nadie les daba alojamiento por doquiera que por caridad lo pedían; su piel les delataba: eran extranjeros ilegales que venían huyendo de las guerras, las matanzas y las miserias de un país muy lejano casi en el Sur de África.
Así, recién llegados a la ciudad, por sus calles estuvieron errando en demanda de resguardo bajo un techo; ella preñada y a punto de parir a su hijo primero, y él, llevándola del brazo tiritando por el frío, hasta que alguien los vio, se compadeció y les dijo:
- “Veniros conmigo, que os daré alojamiento en un sitio humilde, pero bajo una techumbre donde poder resguardaros”
Y los llevó a un poblado de chabolas a las afueras de esa gran ciudad donde él vivía, y en el que toda cosa o casa que se pareciera en algo a un hogar, era pura casualidad. Estaba hecha la vivienda con maderas atadas con alambres, y la techumbre era de plásticos, cartones, trozos de viejas chapas y restos de otros materiales buscados en los cercanos vertederos de basuras.
El cobertizo servía de establo para los animales, y sobre un viejo y mugriento colchón que hallaron en el mismo vertedero; ahí dormirían.
El frío era tan penetrante, que entumecía los cuerpos, pero a pesar de ello, hasta el mismo día del parto ella y su marido habían estado buscando hospedaje y algún trabajo digno para poder subsistir: pero nada de ello encontraron, a parte del dicho pesebre o cuadra, y la venta de los pañuelos.
Antes de ser hallados por aquella persona que los guió hasta el poblado, andaban cobijándose en los portales de los edificios cuando ya era imposible aguantar más el frío, fueron vagaron por el centro de la ciudad toda ella engalanada con hermosos árboles de Navidad adornados con guirnaldas de alegres y doradas tonalidades, mensajes de paz, felicidad, amor y bienestar, alegres y parpadeantes luces de bellos colores en los fastuosos y llamativos escaparates de los grandes almacenes, todos ellos rebosantes de dulces navideños y suculentas comidas; langostas, cordero, multitud de carnes, buenos vinos y caros licores, pescados, mariscos, y preciados regalos; juguetes, joyas, relojes de oro, abrigos de pieles, confortables ropas y toda una gama de artículos que a veces sobran a la gente de un mundo rico, derrochador y consumista.
Pero para ellos que no tenían ni siquiera donde reclinar la cabeza, o dejar caer el cuerpo para que el parto permitiera el nacimiento de su hijo, todo aquello que veían, eran cosas inalcanzables; nada de eso se había hecho para las gentes de su misma condición.
Pasaron de la alegría festiva que había en las calles, a la tristeza, cuando abandonaron el bullicioso mundo del centro y se fueron al “confortable hogar” del extrarradio urbano que le había sido ofrecido por la caridad de un paria como ellos.
Allí, al poco tiempo de llegar, y provocado por el esfuerzo de la caminata, le sobrevino a la mujer el parto en esa noche navideña del día veinticuatro de diciembre, festividad que ellos no celebraban por ser de otra confesión religiosa distinta a la nuestra.
No tenían adonde ir, ni a quién recurrir en demanda de ayuda y atención para asistir el nacimiento de aquél pobre niño que venía al mundo en esa noche tan fría.
Sólo estuvieron presentes los vecinos y vecinas de las chabolas de al lado.
Estas personas más cercanas a ellos, fueron alertadas por alguien que sin saberse cómo, apareció extrañamente por allí en esos momentos anunciando la llegada al mundo de un nuevo niño. Y también, por los gritos de la joven madre.
Después, cuando dejaron de oírse los rítmicos jadeos maternos acompañados por grandes bocanadas de vapor que por la boca salían al frío exterior, allí acudió más gente humilde como ellos, para ver al niño recién nacido.
Cuando el hijo hubo venido al mundo, a la luz de unas velas que habían sido testigos alumbrando el nacimiento esa noche en la cuadra, la pobre parturienta lo lavó con la ayuda de unas mujeres que llevaron un poco de agua caliente, y después de vestirlo con algunos trapos limpios que pillaron a mano, y que hicieron de improvisados pañales, lo pusieron en una cuna hecha con los trozos que quedaban de un cajón de madera, en cuyo fondo y sus alrededores, para arroparla echaron algo de paja limpia y seca traída de un pesebre cercano, sobre la que colocaron una humilde sábana donde depositaron al niño, tapándolo después con un trozo de manta y el viejo jersey de su padre para protegerlo del frío de la noche.
Un vecino de chabola que buscaba cartones con un borriquillo, llevó hasta allí al asno con una buena carga de leña para que hicieran un fuego con el que calentar el pesebre, a la madre y al niño, y para hervir la leche ordeñada a la vaca de otro de los habitantes del poblado, que quiso dejarla allí prestada para que tanto el hijo como la madre, tuvieran algo de alimento durante los días posteriores al parto.
Tres hombre justos, de arrugada y oscurecida tez tostada por el sol, el viento frío o la lluvia, de humildes vestiduras y largas barbas, pero honorables -mendigos todos ellos-, que parecían ser los más viejos de aquél lugar; comprendieron muy bien que la pobreza de aquellos jóvenes padres era igual o mayor a la suya, y compadecidos, en unas cajas de cartón reunieron y les llevaron algunos presentes y regalos que ellos habían recibido ese día limosneando por las calles desde tempranas horas de la mañana; nada ostentosos ni relucientes eran los obsequios, pero sí de un gran valor para ellos; tan sólo era medio pan caliente, aceite, algo de vino y frutas, un pollo vivo, miel, una caja de mantecados, unos pestiños y otras viandas que hizo una mujer gitana, así como un bote de perfume para el niño.
No hubo entre los obsequios entregados nada de oro para un rey ni incienso para un Dios, pero la mirra; esa preciada resina de Arabia, aromática y medicinal que simbolizaba el dolor, la amargura y el sufrimiento por el que debía pasar Aquél que nació en Belén, esa, sí que estaba presente flotando en el ambiente lúgubre y empobrecido que envolvía aquella cabaña.
Paro a lo largo de la noche sí se echaron algunas cucharaditas de alhucema en las ascuas del brasero que los calentaba, para aromatizar el frío, húmedo y maloliente cobertizo.
También se llevaron humildes y blancas ropas de niño hasta la chabola.
Justamente en esos momentos en que los tres hombres indigentes, dentro del refugio le ofrecían a la pareja y al recién nacido los obsequios, atravesando la negrura de la estrellada y titilante bóveda del Universo que cubría la gran ciudad, todos vieron muy bien, cómo se deslizó no muy rápido un Cometa, -o tal vez, quizás fuera un meteorito de larga, brillante y luminosa cola blanca-, que en la oscuridad de la noche, desde el lejano Oriente hasta Occidente cruzó resplandeciendo en el cielo como una estrella fugaz.
El padre, al lado izquierdo del viejo cajón que hacía de improvisada cuna, inclinado y con un candil encendido en su mano, miraba cariñosamente a la esposa que convaleciente permanecía recostada aún en el añoso colchón; observando ambos con ternura al hijo, a la vez que con preocupante mirada puesta en su futuro.
Con la visión borrosa por las lágrimas que vertían, mezcla todas ellas de la alegría por la venida al mundo de su hijo, y a la vez de la tristeza que les producía la incertidumbre de su porvenir: pero aún así, lo contemplaban orgullosos.
Nadie entonó el canto de ningún villancico. Pero todos; vecinos y mendigos formaban una especial familia que en torno al niño y a sus padres, permanecían quietos y mudos arropando con su presencia al recién nacido de piel oscura, iluminado por la luz de las velas y depositado sobre una sabanilla blanca bajo el calor de un trozo de manta.
El borriquillo que trajo la carga de leña, se había echado en el suelo y allí permanecía descansando ajeno a cuanto estaba ocurriendo a su alrededor.
En cambio, la vaca prestada que con su leche les daría el sustento durante un tiempo, se hallaba de pie rumiando monótonamente algo de paja que le habían puesto en el pesebre.
Como era costumbre ancestral entre las gentes de su tierra, al ver correr a la estrella desplazándose por el Firmamento, los dos unidos por el mismo instinto pidieron un deseo: trabajo para ellos, y salud para su hijo.
En estas fechas, y siempre, no deberíamos olvidar, que casos como este desgraciadamente, se dan por todo el Mundo.
He querido comparar el Nacimiento de Jesús en Belén, con este otro imaginario, pero que puede ser haber sido real o de similares características.
Que la Paz, la salud y la alegría estén con todos vosotros, presentes en vuestros hogares.
Felices Navidades, sí, pero sin olvidarnos de los pobres y mendigos que solitarios deambulan sin hogar cobijándose en las bocas del Metro, los cajeros bancarios, los portales de los edificios… o donde pueden, cubiertos con cartones; los enfermos que sufren la desesperación, el dolor y la postración en los hospitales, y más aún si éstos son niños; las viejas personas que viven en la soledad de sus casas o en los asilos; los inmigrantes de buena fe que no tienen cálidos hogares; los desprotegidos; los inmersos en las brutales guerras que por culpa de algunos hombres padecen sus países…. etc. etc.
Todos estos, también tienen los mismos derechos a disfrutar de los mismos bienes, y de lo que se regocijan el resto de las personas.
En definitiva; Paz, Salud y Bien para todos en estas Navidades… y siempre.
Un fuerte abrazo.
EL LOCO DEL CERRO
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Estepa, 24 de diciembre de 2006. (Día de Nochebuena)
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