Ante mí se abrió un portón de madera y adiviné una sombra entre la penumbra del interior. Aquella visión se corporeizó en una figura cada vez más humana, se acercó hasta el umbral y por fin me dijo:
- Salud viajero, te doy la bienvenida. No me digas tu nombre, ya te conozco. Sé de dónde partiste y qué caminos seguiste para llegar hasta aquí. Estoy al corriente de todas las penalidades que has tenido que soportar durante tan largo éxodo. En todo ese tiempo caminé a tu lado, velé tu sueño, escuché todos tus ruegos y tus lamentos con gran pesar, me compungí hasta el abatimiento con tu dolor y tu enfermedad, me sentí solo cuando tú te encontraste solo, derramé tus mismas lágrimas y mi pecho partido ha sido tu pecho. Durante todos estos años he sido tu sombra, tú mismo sin ser tú. He estado dentro de ti y a tu alrededor. Te he precedido en el camino, y también me quedé atrás recogiendo tus pedazos. No me has visto, lo sé. Pero en tu interior comprendes que digo la verdad. Algunos días contemplé tu mirada fijada en la mía mientras tú creías vigilar las estrellas, y a los dos nos inundó la beneficencia de la paz, del amor correspondido. ¿Te acuerdas de aquellos años en que tú buscabas insistentemente mi existencia?. Braceabas como un poseso de Satán esgrimiendo al viento los pros y los contras de mi razón de Ser, te retorcías en la Duda con una gracia entrañable y sin encontrar salida al laberinto. Hablabas y hablabas, y tu perorata no te dejaba escuchar la Verdad que fluía nítida en tu interior... ¿Te trato con crueldad?. ¿Piensas acaso que me mofo ahora de tu calvario, que no sé que esa Duda fue un punto de inflexión en tu vida, el que te llevó ser el que ya no eres pero el que has sido hasta hoy?. Si es así has de saber que te equivocas. Sepas que te hablo con el mayor de los afectos, desde la más absoluta benevolencia, y que jamás levantaría ni un dedo contra ti. Tú, mi amado hijo, hecho por mí a mi imagen y semejanza... ¿Empiezas a comprender?. Tú y todos los de tu estirpe sois el reflejo exacto de mí propia esencia, así pues, ¿cómo podría dejar de amaros un sólo instante?. Y sin embargo hijo mío, ¿por qué percibo esa hostilidad en tu mirada?, ¿es, acaso, que no me crees?. No, sé que sí, sé que sí. Pero te entiendo. Yo, que lo sé todo de ti, que soy cómo tú y como todos los Yos que pudieras ser Tú durante toda una eternidad, te entiendo. Pero tú jamás podrás comprenderme a mí. Y del mismo modo que un padre simplifica el mundo para explicárselo a su pequeño vástago, así me tengo que presentar ante ti. Por tanto, escúchame con atención, hijo mío. Desde el principio de los tiempos, al intentar acercarte a mí, siempre has cometido el mismo error: creer que yo sea omnipotente. El Todopoderoso me has llamado. Y yo, que carezco de lo que tú llamas orgullo, nunca he podido dejar de esbozar una vana sonrisa de autocomplacencia. Me has de perdonar, hijo mío, pero esto es lo primero que tienes que saber: Dios no es omnipotente y se equivocó creándote. Sí, me exigí demasiado. Quise crear una criatura que fuese no como yo, que fuese casi como yo. Quise dotarme de sentido. Y quise no estar ya más solo. Y te creé a ti, Hombre. Te doté de la facultad de asombrarte ante la magnificencia de mi creación, te concedí entendimiento y dejé que dividieras el Cosmos en Bien y Mal. Y te hice libre, en ningún momento quise someterte a mi voluntad. Dejé que eligieras, te otorgué mi misma independencia. Así, todas mis facultades pasaron a ti, o en todo o en parte, y todas ellas te las transmití en su justa medida, todas menos una: no acerté con tu capacidad de inteligencia. Quería que fueses más que las bestias, que supieses de mí, que entendieses parte de tu origen, parte de tu destino, parte de la Realidad. No deseaba que vivieras postrado en la horrenda -pero feliz- ignorancia de los brutos. Y ahora, yo Dios, me arrodillo ante ti y te pido desesperadamente perdón por el Infierno al que te he destinado. No comprendiendo, pero deseando hacerlo con todo el fervor de que eres capaz, has malgastado tu existencia alargando con dolor tus cortos brazos hacia el infinito en busca de respuestas. En tu impotencia has enaltecido la búsqueda, has pretendido dignificar el camino a pesar de que sabes -es lo único que realmente te ha sido concedido conocer- que no llegarás jamás a ningún lugar. ¡Oh!, pobre Hombre, cuan injusto he sido. Y especialmente contigo, amigo Friedrich, muy especialmente contigo. Te nublé la vista como a los demás, pero, de vez en cuando, te dejé usar tus anteojos. Viste a ráfagas la Verdad, y no sus Sombras. Anunciaste con lucidez que Dios era el Hombre, y viceversa. Y renegaste de mí. Por eso, amigo Friedrich, con amor te trato como a un igual, ya no como a un hijo. Así pues, ¿qué es lo que deseas llamando ahora a esta puerta?”.
-Yo, Dios mío, he venido a matarte.
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