Llegados a cierta edad (si no queremos hablar de años cumplidos, pensemos en la experiencia capitalizada), parece inevitable pensar que escribir es una actividad completamente incorporada a la vida cotidiana. Puestos a reflexionar seriamente en ello, encontramos que es casi la única práctica que hemos mantenido a lo largo de una considerable cantidad de tiempo.
Personalmente considero que las mediciones son argucias mediante las cuales los hombres nos creemos que manejamos mejor la circunstancia. Entonces, auxiliados por ciertas especializaciones en materias tan diversas como las matemáticas, la física o la química, establecemos dimensiones para el transcurrir, para los ciclos naturales, para los itinerarios cósmicos, para toda esa fenomenología que, fuera de lo razonable sólo puede comprenderse a partir de la fe.
Definitivamente limitados por el logos y contagiados para siempre por el método cartesiano, debemos resignarnos al triunfo anticipado de los relojes y de los almanaques por sobre cualquier conspiración en su contra que todavía nos quedara por fraguar. Entonces, cedemos esta porción del campo y aceptamos que la vida pasa. Que hay un devenir. Que podremos mantener muchos entusiasmos pero que hasta ellos resultan objeto de cambio, de transformación, de raras metamorfosis que, en líneas generales, nos hacen suponer que desde nuestra juventud hasta la fecha, muchas de las ideas, posiciones, pensamientos, expectativas y propuestas que alguna vez asumimos, han mutado.
A diferencia de la mayoría, quienes escribimos desde hace tiempo conservamos en nuestras obras nítidos testimonios de tales cambios. Si, además, echamos un vistazo hacia fuera de la propia epidermis, podremos apreciar que gran parte del entorno de pertenencia también acusa modificaciones. Casi por defecto profesional caemos en un ejercicio crítico que procuramos resulte lo más alejado posible de la rítmica conjugación del verbo “cambiar”... Puestos en este tren, será inevitable que acabemos analizando nuestra creación. Buscando en ella más indicios empíricos.
¿Materiales a utilizar? Cuento escrito en 1970 (teníamos 15 años), cuento escrito en 1980 (25 años cumplidos), cuento escrito en 1990 (pisábamos los 35), cuento escrito en 2000 (ya nos tentaban lemas del tipo “la vida florece a los 45”). ¿Aspectos a revisar? Desechando lo temático que siempre resulta aleatorio, priorizamos los aspectos técnicos y procedemos por el método más seguro: lectura comparativa. ¿Resultados?
· A los 15 optábamos sin vacilaciones por narrar en tercera persona omnisciente, muy temerosos de comprometernos “desde adentro” con las historias que urdíamos y que, curiosamente, nacían “muy desde adentro”. Necesitábamos las descripciones casi tanto como salir de juerga todos los viernes y todos los sábados y nos parecía una transgresión maravillosa anotar “puta” con sus cuatro letras desnudas justo donde era necesario. Ya nos hacía transpirar el yugo de la gramática pero acabábamos por explicarla con la misma lógica con que nuestros mayores nos habían hecho comprender la utilidad de usar corbata: “Lo que se aparenta, ayuda”. El relato resultaba breve pero hubiéramos querido extenderlo. Los personajes habían resultado de nuestra experiencia y ponerles otros nombres nos hacía sentir unos mentirosos sin perdón. Llegábamos al desenlace completamente exhaustos. Pero llegábamos. Y pese a todo, el resultado era un cuento.
· A los 25 la tercera persona era cosa de otros: preferíamos buscar el protagonismo de acciones posibles pero reales sólo en un 50%. Seguíamos usando corbata pero la gramática mostraba resquicios de fuga. Ya habíamos leído una enorme cantidad de autores contemporáneos de todas partes y nos dábamos cuenta de que escribir era cosa de lógica. Empezábamos a intentar una manera de decir que nos distinguiera de quienes más nos gustaba y de quienes nos divorciábamos con entusiasmo. Curiosamente nuestro vocabulario crecía en dimensión contraria a lo que pasaba con nuestras descripciones; en cambio, nos afirmábamos en lo narrativo y eludíamos los diálogos. Los personajes seguían naciendo de nuestra experiencia y eso nos molestaba bastante. Al punto que buscábamos no ponerles nombres.
· A los 35 ya preferíamos la opción del testigo que nunca ve todo y casi siempre se equivoca en sus conclusiones. No nos costaba sintetizar ni extirpar descripciones pero dudábamos a la hora de combinar palabras. Habíamos empezado a buscar en los cimientos de nuestra prosa, la exacta localización de los acentos y de las pausas. Se nos ocurría que para edificar un estilo era imprescindible el ritmo interior y la armonía. A la costumbre de la corbata le agregamos la exigencia de las marcas, la variedad de lazos y las jerarquías de telas, confecciones y orígenes. Ya sabíamos del amor y sus honduras y sus consecuencias. La acción se resolvía con limpieza pero los personajes no dejaban de vincularse con nuestra vida personal y eso nos irritaba los ojos.
· A los 45 dejó de importarnos desde dónde narrar. Tenemos inconfesable cantidad de corbatas pero elegimos cómo y para qué usarlas. Logramos un modo de decir. Y buscamos que el lector se inquiete, supere por su cuenta lo que no necesitamos decirle, concluya lo que dejamos en blanco. Manejamos los tiempos y los acentos y las pausas. Y los desenlaces. Y no nos importa que los personajes (a veces con nombres, a veces anónimos) se armen a partir de nosotros mismos, usen nuestra memoria, asuman nuestra identidad.
El pequeño episodio de laboratorio nos deja algunas cosas en claro: de década en década variaron muchas cosas en nuestras obras pero nuestra dependencia de nuestros propios personajes se mantuvo indemne. Cumplidos los 45, empezamos a pensar que no es más que una dependencia para con nosotros mismos. Siguiendo este rumbo, no es difícil que hayamos llegado a pensar que a través de nuestros personajes tomamos conciencia de que estamos dispersos en la humanidad y a través de ellos acabamos incursionando en los meollos más impensados de nuestra persona.
Entonces, ¿escribir no es, a la postre, más que un diálogo permanente con nosotros mismos? Arriesgamos que más que un diálogo, es una constante delación, una denuncia permanente. A esto alude Dalmiro Sáenz cuando dice:
«... un escritor es un traidor a su mundo y a su tiempo, es un delator que señala, que denuncia, que delata a sus amigos, a su familia, a su país, a sí mismo, a sus miedos y a sus hábitos, y así como un escritor de su tiempo no es aquel que permanece en su tiempo, el escritor está señalando con su denuncia el incierto camino del futuro.»
Mario G. Linares.-
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