La luz de la luna llena alumbraba aquella noche miserable. Nicolás y su mamá no tenían qué comer. Con suerte, habían pellizcado un pan en el desayuno y la caridad les regaló arroz para el almuerzo. Sobre el suelo de polvo y bajo cartones gastados, la madre de Nicolás colocaba una vela durante media hora hasta que el niño lograba conciliar el sueño.
Ella lo miraba, se lamentaba, sentía hambre, sentía sueño y, por último, se alegraba de tenerlo a él tan cerca.
Todos los días eran igualmente pobres, ni un día menos y, de vez en cuando, lo eran más. Nicolás no conocía otra forma de vida, pero su madre sí. Ella, alguna vez comió malamente los tres tiempos y eso acrecentaba su dolor.
La luna ya no estaba llena, pero alumbraba. El niño muy pocas veces hablaba, muy pocas veces decía que tenía hambre, muy pocas veces sonreía; y menos aún, su mamá.
Se sentaban juntos a ver pasar la tarde. El pequeño imaginaba juegos que nunca jugaría y la mujer arrastraba sus pensamientos a un futuro incierto. Esa noche, la luna no era más que el dibujo de una diminuta uña. Nicolás se percató de ello y la observó por largo rato.
Antes de ir a dormir, rompió el silencio: “Mamá, verdad que la luna tampoco ha comido”, dijo y sopló la vela para no conciliar el sueño.
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