Cuatro y veinticinco marcaba el reloj despertador cuando recordó, después de un sueño denso en el que veía poncheras repletas de aguacates podridos.
Era tarde para la caminata de todas las madrugadas y la idea de que la vejez le llegara con el alivio del insomnio lo embelesó a tal punto que no cayó en cuenta de preguntarse por qué el despertador no había sonado a las cuatro, como lo tenía programado.
Hacía ya varios años que todos los días después de leer y releer cuanto libro se le cruzara en el camino, cerca de la media noche, antes de acostarse, revisaba que la alarma estuviera debidamente programada, labor por demás inútil, teniendo en cuenta que todas las madrugadas apoyado en el firme insomnio le ganaba la carrera al despertador y nunca lo dejaba sonar: minutos antes del estruendo tímbrico lo evitaba espichando un botón en la parte posterior del esférico reloj, cuyo tictac era una gallina picoteando en forma rítmica.
Esta costumbre providencial y el tracateo del viejo abanico eléctrico capaz de anular cualquier ruido, eran fieles aliados en cumplir el cometido de no importunar el quinto sueño de su compañera, mientras él, a tientas en la oscuridad se metía en una bolsa impermeable negra y salía a darse la caminata cotidiana.
Apuró el paso queriendo compensar en algo la tardanza de ese día. La ruta diaria estaba fijada y había que salvarla antes de las seis de la mañana, justo a tiempo para no llegar tarde a clases en la universidad, en donde dictaba cátedras.
A buen ritmo llegó a la Avenida La Marina, allí el ronroneo de las mansas olas magnificaban el gélido silencio de la noche, de la noche cruda, que ya podía sentir, y que con un par de miradas a lado y lado lo arropó con su pesado manto. No había nadie. Supo entonces que la soledad de la noche no hay que comprobarla, simplemente se siente encima, como un abrigo pesado.
Siguió caminando, con la noche a cuestas, advirtió la inusitada ausencia de sus compañeros de caminata que diariamente hacían la misma trilla pero a la inversa, y en consecuencia, siempre, a esa altura del recorrido que, a ojo era la mitad, se los encontraba caminando en sentido contrario. Tampoco estaban caminando las redondas sesentonas que él solía animar en su común lucha hacia la “infarto resistencia”. No había rastro del voceador y su pila de periódicos, no veía a ninguno de los pensionados del Gobierno que también salían a caminar, ni a las quinceañeras de sueños Light, no estaban los deportistas, la gente de la madrugada se habían esfumado, nadie… no había nadie.
Sólo lo entendió cuando quedó paralizado al observar el reloj de la catedral: Una y cinco minutos de la madrugada. «Estoy jodido»
La impresión le trajo vértigo en las vísceras y seguidamente hubo un movimiento en su bajo vientre que aunque indeterminado le era familiar. No se acababa de reponer del madrugón más pendejo de sus cincuenta y ocho años de vida cuando los movimientos de las tripas se convirtieron en un claro y rotundo retorcijón que lo dejó paralizado. Tuvo que contener de alguna forma una orinada prófuga. La punzada lo atacó a tal punto que se olvidó de la hora, del lugar y se sentó en la primera banca que vio en el parque en frente de la catedral, tratando de respirar profundo, deseando desesperadamente que terminara.
A la primera tregua, tuvo la calma para recordar sus excesos alimenticios de la noche anterior, y quizás por primera vez maldijo el suculento guiso de fríjol con patas de cerdo de su mamá. Inició el regreso en el momento en que el dolor arreció de nuevo, esta vez más intenso. Trató de caminar pero el ramalazo esta vez lo obligó apoyar la rodilla derecha sobre el andén, tosió y escupió, más por impotencia que porque eso representara alguna ayuda, el dolor era como una pesada piedra caliente en el vientre. En ese momento, ya no sabía si había podido evitar la tortuosa orinada.
Sacó fuerzas de la flaqueza y se convenció de que tenía que caminar, la única solución era esa: caminar hasta un baño.
El dolor de un fallo digestivo lo conocía ya, aunque nunca había sido presa de este a la una de la mañana y a una considerable distancia de un inodoro hábil. Así pues, abrazándose el vientre y caminando como podía, inclinado hacia un lado, ciertamente hacia el lado en donde se sentía la piedra caliente del dolor, continuó el retorno.
No muy tarde, avanzada la caminata de regreso se dio cuenta de que aunque insoportable, lo peor no era el tormento causado por el cólico en sí, tanto como lo era el hecho de sostener una batalla tan difícil como necesaria, que consistía en estrechar al máximo algunas áreas de la retaguardia en las que normalmente los mortales no ejercemos control, y que en la misma medida en que apretaba contenían la cusa principal de los violentos torzones, que para ese momento lo tenían ensopado en un sudor glacial.
Sin embargo, no todo el tiempo la labor en esta zona debía ser de contención. Con varios ensayos fue consciente de que una compensación de presiones le ayudaban a soportar en algo el suplicio, el reto era sostener un equilibrio que consistía en dejar salir el elemento gaseoso y de esta manera separarlo de la sustancia sólida.
Pero como todo tiende a estar mal, a medida aceleraba la marcha, debía apretar más para contenerlo, la presión de salida atacaba en forma proporcional a la velocidad de su marcha, y como si fuera poco, al acercarse, la ansiedad aumentaba y con ella las ganas: la lucha continuaba y se hacía más intensa en cuanto más se iba acercando. Los chorros del frío sudor se encontraban en la barba, caminaba con los muslos pegados y el vientre abrazado, casi desmayado. Se detenía, respiraba profundo, y seguía. Así logró sortear la situación hasta llegar, exhausto y ansioso a la puerta de su casa. Pero faltaba algo… como un trágico destello su memoria lo trajo: no tenía las llaves de la casa. «Hijueputa vida, no puede ser»
Su compañera, de sueño pesado, estaba precisamente en el sexto sueño, a un metro del tracateo del viejo abanico eléctrico capaz de anular cualquier ruido, incluso el de su débil llamado a la ventana del segundo piso. La situación fue insostenible. Los torzones no daban tregua y su batalla por evitar la salida se estaba perdiendo. Pensó en hacerlo en algún lugar cercano, pero la posibilidad de que los Ramírez, nuevos en el barrio, lo sorprendieran en semejante escena lo hizo impensable. O que tal los Rodríguez, con quien no se la llevaba muy bien, lo vieran en esa situación tan oprobiosa. O la profesora Mary, con quién conversaba de política las noches de ocio. Definitivamente no. No se podía. Estaba atrapado. Trató de sentarse como ultimo recurso, pero el dolor no lo dejó doblar, estaba sudando frío, a esta altura ya temblaba y la razón y el autocontrol iban sucumbiendo progresivamente, con cada sacudida se iban erosionando el juicio ponderado y los preceptos sociales.
Entonces, perdido ya, la vida y su experiencia se simplificaron a la mínima expresión. Entregado por completo permitió que sus tripas hicieran su santa voluntad. Sin prisa recostó el hombro derecho a la pared de la terraza, cruzó los brazos y con la desganada resolución de los hombres sin opción, después de un profundo suspiro con el que su mirada se perdió en el firmamento, dejó evacuar suavemente toda su desdicha hasta que le corrió por los jarretes.
El hecho de haber perdido la riña contrastaba con la apacible sensación de ese estado etéreo, entre liviano y dulce en el que lo había dejado la embonada.
La idea de que la vejez le llegara con el alivio del insomnio y la certeza de haber perdido esa batalla feliz lo embelesó a tal punto que estuvo rendido en la terraza hasta las cuatro, cuando sonó el despertador. |