Nací de tu frente. Zigzagueando entre tu pelo, correteando entre tus pliegues, disfrutando de tu piel. Mi cuerpo húmedo acariciando el tuyo. La luz me hacía brillar, al igual que resplandecía tu rostro, cansado por el esfuerzo, iluminado por los focos y concentrado en tu arte. Era una espectadora más, silenciosa y oculta, que se regocijaba por cada una de tus notas.
Mis hermanas parecían no estar atentas al espectáculo. De la frente pasaban a la nariz, de la nariz a la mejilla y de la mejilla caían al precipicio de tu cuerpo.
Yo, sin embargo, no quería dejarte.
En un acto impertinente me deslicé hasta el puente de tu nariz. Sentí su forma, graciosa, curiosa, destacada en tu rostro. Abracé su tacto, era suave. Recorrí cada uno de sus poros, dispuesta a descubrir más secretos de tu epidermis.
Despistada en mi labor, tuve que sortear tu mano derecha, decorada con un anillo, que intentaba librarse de nuestra molesta compañía. No te culpo. En mi corta existencia en tu piel, supe que era para ti un estorbo.Pero tú seguiste con tus notas.
Un reloj marcó las diez. Lo sentí por el ritmo de tus pulsaciones, aceleradas, fruto del nerviosismo que siempre te recorría al empezar. Rítmicas, musicales, las palpitaciones iban y venían, llegaban y se iban.
Entonces comenzaste a agitarte. Supe que había comenzado. Experimenté en tu cuerpo lo que tú percibes cuando cantas. Una mezcla entre pasión y deleite recorrió mi cuerpo, que aún de agua, casi podía sentir tu garganta con arena. La melodía se hizo eterna junto a ti. Experimenté lo que tú sientes, gocé con lo que tú amabas y me lamenté de no poder ser corpórea para tenerte.
Un golpe seco me agitó. Habías acabado la canción, tu voz de agradecimiento resonó desde lo más profundo de tu ser. Una voz suave, cálida, como una brisa.Percibí una nueva palpitación. Supuse que tu público te aclamaba. Mi cuerpo te aclamó. De los aplausos nació en ti la confianza, que percibí porque tu dermis se relajó sensiblemente.
Una sensación nueva nació de tu semblante. Percibí que tu nariz se movía ligeramente y que yo, la masa acuosa que se había apoderado de tu tez, se deslizaba abruptamente hasta la comisura de tus labios.
Unos labios gruesos, carnosos, que decoraban gran parte de tu cara en una sonrisa etérea. ¡Qué sensación! Notar tu felicidad tan de cerca, tu regocijo por el trabajo bien hecho, el sentimiento de bienestar. Ésta era tu casa, tu hogar, tu vida. Era lo que te hacía sentir cada día, lo que te ayudaba a levantarte cada mañana.
Lo sentí.
Traviesa y excitada por mi hallazgo me escurrí entre tu boca, esquivando un vaso de licor que te disponías a beber. En un acto de locura estuve dentro de ti. Tu boca, ahora fresca por el líquido, sintió agradecer mi presencia.
Tuve que tener cuidado para no perder mi esencia entre multitud de mis hermanas que se agolpaban en tu interior. Ellas no podían percibirte como lo hacía yo.
Una nueva melodía. Maldije no tener oídos para percibir tu música, me lamenté de no tener ojos para verte, supliqué un cuerpo sólido para estar a tu lado. Sin embargo, desde tu interior, tus escalofríos me hacían aventurar tus palabras.
Era tu garganta refugio para la belleza y yo estaba en ella, lamiendo cada expresión que era expulsada.
Te dejo proseguir con tu obra. Yo, por mi parte, seguiré con la mía.
Atrevida, me dirigí vertiginosamente hasta tus dientes. Eran de tono claro. No los vi. No lo podía sentir. Pero lo sabía. Porcelánica superficie de formas uniformes, asesinos implacables de alimentos que proporcionaban combustible para tu voz. Tu voz sencilla, magistral, de tonalidades claras, lenta y rápida, al igual que una marea.
Desafiantes chocaban entre sí, los dientes de la parte superior y los de la inferior. Yo, espectadora de la batalla, no pude sino quedarme maravillada ante el fragor de la lucha.
Me volví dejando el combate a mis espaldas, mirando de reojo a tu lengua, la cual me observaba recelosa de mi presencia.
Inquieta bajé por tu faringe, sinuosamente, hasta llegar a tu laringe. Tus cuerdas vocales retumbaban, imponentes, sabedoras de su potencia, arrogantes. Percibiendo que el éxito que tú te apropiabas, era parte de su victoria. No en vano llevabais mucho tiempo preparándolo, entrenando, perfeccionando. Tantos años de adiestramiento para que los demás lo podamos gozar. Me reverencié ante tu voz, como humilde menudencia dentro del infinito de tu canto. Un sacrificio así bien merecía mi aplauso.
Me paré a contemplar tu magnificencia. Una gota dentro de tu organismo, acariciando tu materia, aferrándome a la idea de estar siempre contigo.
Muy cerca de aquí se encontraba tu corazón. Allí, donde albergabas tus deseos, era donde deseaba morir. Sin embargo, no era digna para ello, no era tu sangre, era una simple gota de tu sudor.
Y llegué a la profundidad de tu ser. En un rápido ir y venir, llegué hasta más allá de tu estómago, donde tu voz solo la podía distinguir por el eco. Mi cuerpo sufrió una transformación. Creyendo perder mi naturaleza, te rogué que imploraras por mí. Intenté desgarrar las paredes con mis inexistentes manos, grité en silencio, lloré secas lágrimas de tristeza y rabia, me hice fuerte intentando no desmayarme. Sin embargo, mi cuerpo líquido languidecía, se desfiguraba, se hundía en ti…
Pasaron los minutos como si fueran horas, aunque yo no sabía lo que era el tiempo. En mi imaginario despertar noté que volaba en ti, hacia más allá de donde había empezado todo. Volví a notar tus pulsaciones rítmicas, tu latido, tu voz iridiscente y tu sublime sonrisa.
Distinguí de nuevo tu piel sensible, suave y tersa, ponerse tensa porque tu público te aclamaba.
Tuve la misma sensación que al comenzar. Zigzagueaba de nuevo, correteaba, disfrutaba. Mi cuerpo húmedo acariciando el tuyo. Como una espectadora más, silenciosa y oculta.
Ahora el concierto ha acabado. Tu público se marcha. Te levantas para recoger, charlas con tus compañeros, te ríes, disfrutas.
Pero yo no me marcho. Sigo aquí, adherida a ti, sin querer despegarme de ti… Pudiendo así recorrerte una vez más… |