El atardecer cae como el amanecer, como la noche, como la mañana. Sentada en mi silla de madera intentaba acunar mi vientre hinchado, cantando nanas de dulces palabras dispuestas a dormirte en sueños profundos. Mis manos querían acariciar tu rostro, pero mi propia carne me impedía llegar hasta ti. Acurrucado en mi interior dormías con respiración calmada.
En el devenir de los días habías parecido más agitado, intrigado seguramente por lo que te ofrecería el mundo exterior. Sin embargo, ahora, aletargado por el calor de mi vientre, soñabas tranquilo.
Me levanté pausadamente, protegiendo tu cuerpo con mi mano izquierda. Dirigiéndome hacia la habitación tropecé con uno de los juguetes que habíamos comprado para tu nacimiento. La ilusión se había quedado reflejada en el ticket de compra, tan abultado como nuestra felicidad.
Tú dentro de mí te revolvías, yo te sentía tan adentro, tan profundo, que ni mi propio corazón podía padecer el vínculo que los dos teníamos. Mi sonrisa se reflejaba en tu respirar, mis palabras quedaban grabadas en tu minúscula expresión, tu latido y mi latido iban al unísono, como la música de un piano, como la melodía de la ilusión.
Envuelta en mis propios pensamientos, oí el ruido del timbre al sonar. Te noté en mi interior despertar. Te noté la alegría. Noté tu bienestar, arropándote entre el líquido, dispuesto a dormir un poco más.
Al llegar a la puerta del núcleo de mi ser se produjo un pinchazo. En lo más recóndito de mi carne parecía habitar un voraz dolor, que se reía de mi pequeño y de mí punzando mi estómago. Segundos interminables, lágrimas contenidas y labios agrietados, el dolor se disolvió entre las cenizas de la normalidad.
Tomando fuerzas de la nada, accioné la puerta para dar paso a mi marido. Su silueta alta y delgada se deslizó graciosamente por la abertura que se abría entre mi cuerpo y la pared. Sus manos, callosas por el trabajo duro, nerviosamente buscaban el cuerpo de su bebé. El abrazo, el beso, las lágrimas de emoción. La paternidad es un lamento agradable que te embriaga hasta morir.
Saludado al hijo, pasó a la madre. Unos labios tiernos y cariñosos se chocaron contra mi mejilla, sonrojada por tal muestra de puritanismo. La carcajada nació de mi pequeño que, riéndose de su propio padre, con su risa pedía un beso de amor y no de ternura.
Y no se hizo esperar. Humedeciendo mis labios esperé su pasión, acariciando mi espalda recordé los primeros abrazos, cautivos, delirantes, escondidos..
Quejoso mi pequeño me dio una patada. Él requería ahora toda mi atención. Mis palabras se dirigieron una vez más hacia él, brisa a ciegas en la noche le hablé de cómo sería su vida cuando naciera. Le conté cómo era el mundo, le conté que sería feliz, le conté que le quería.
Imaginé sus manitas diminutas entrelazadas con las mías, paseando por el parque, jugando con los patos, acariciando a los perros que pasaban.
Imaginé su risa inocente cuando se manchara, su lloro inconsolable cuando se cayera.
Soñé con poder tocarle, tan suave como me lo había imaginado.
La voz de mi marido me despertó de mi letargo. Con sus palabras amables me dijo que fuera a comprar el pan ya que él, una vez más, se había olvidado.
Mientras bajaba las escaleras de nuestro apartamento hacia la calle, la risa se apoderó de mí de nuevo. Siempre olvidaba comprar el pan.
Doblé la calle saludando a la vecina, que había llegado del supermercado. Sin embargo ella sólo tuvo palabras para ti, pequeño, acariciándote y deseando poder verte. Mi sonrisa pareció contagiarte y en un inesperado instante, el hipo se hizo presente en ti.
¡Que sublime sensación! Tu hipo, hijo, me hacía reír. En medio de la calle yo reía feliz por tu presencia, notando cada minuto que tu existencia estaba tan ligada a mí que no podría ser nunca desligada.
Tu latido, mi latido.
Tu respiración, mi respiración.
Tu vida, mi vida.
Los transeúntes no parecían apreciar la felicidad que me embriagaba. No obstante ellos no lo entendían. Eras parte de mí. Aquella parte que no deseabas que nunca saliese de tu interior y que, paradójicamente, deseabas que estuviera en el mundo. Pero ellos no lo podían intuir.
¿Cómo lo iban a hacer?
Tarareando mi nueva vida contigo, empecé de nuevo a caminar deprisa hasta la panadería que se encontraba dos calles más adelante. A mi paso se topó un hombre corpulento que, distraído, chocó contra ti. Las disculpas fueron aceptadas sin ningún tipo de resquemor ya que parecía entender tu sorpresa por el empujón y acariciando mi vientre te pidió perdón.
Seguí mi camino, cruzando la calzada en la que los coches esperaban al verde del semáforo…
Mientras, tu padre estaría fregando los platos de la cena de ayer. Los amigos se habían decidido a visitarnos y regalarnos ropas y juguetes para la llegada del pequeño. Por supuesto los regalos fueron por duplicado, por si era niño o niña, ya que no habíamos decidido saber tu sexo porque te querríamos igual.
Aunque sinceramente siempre quise que fueras niño. Mi pequeño Gabriel..
Cuando llegué a la panadería el sueño ya estaba convirtiéndose en realidad. Te podía ver jugando entre los panes que la señora Luisa mantenía en exposición, pidiendo gominolas o incluso chantajeándome con cariño para comprar unos pasteles. Ya oía tu risa de complacencia al conseguirlo. Tus pequeñas pisadas correteando hacia la puerta, con tu triunfo entre las manos, dispuesto a chivarte a tu padre el exceso de mimo.
Podía oler tu pelo, ver tu sonrisa, sentir tu piel acariciándome en un beso familiar.
En la panadería había dos mujeres esperando su turno, mientras Luisa mantenía una conversación entretenida con una señora. A mi llegada me correspondió con una sonrisa y un buenos días afable. Yo respondí con una gran ilusión, esbozada en una amplia sonrisa.
Dejando su puesto, Luisa bajó hasta mi altura para poder verme mejor y me preparé para recibir uno de sus halagos. Su mirada investigó mi cuerpo, mis manos, mi cabello, mis ojos…y por fin te miró.
Alegres encantos salieron de su boca al contemplarte.
De repente de su boca nació una interrogación. Zigzageo nervioso en sus manos escudriñó mi vestido. El rojo intenso había teñido mi ropaje, volviéndose preocupación lo que antes era de un azul cielo.
Mis manos te protegieron, mi mirada se clavó en ella, ella me miró. Notaba el rugir de la desesperanza en la garganta de las clientas, que me miraban horrorizada como si de una escena dantesca se tratase.
La danza en mi mente empezó su función, la cabeza era un vals de difuntos que entonaba su última canción.
En un grito intenso le pregunté al dolor voraz. Él se volvió a reír de mí y de mi pequeño. Mi pequeña vida inanimada, mi ilusión perdida entre cebada, mi vida entera enjaulada en el miedo de volver a casa. No podía estar pasando.
Mañana estaríamos Gabriel y yo paseando por el parque, oliendo las flores, sintiendo su risa dentro de mí, su dulce tacto envolviéndome en un abrazo.
La inocencia muerta en mi seno sin haber sido presentada al mundo.
La muerte eterna de mi corazón.
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