Alamedas incendiadas ardieron hacia los cielos, la noche en que el vuelo desierto de los pájaros sembró el miedo.
Como en una necrópolis el suelo se fue terminando de cadáveres, cadáveres que sucumbían al paso, extendiéndose cardinales al horizonte.

Volaron marchitos graznando incandescentes el canto sepulcral que les volvió infinitos, cubriendo la desgracia con un manto boreal, anocheciendo la existencia.

Y en medio de aquel patíbulo, un hombre se abrió paso entre los restos, mientras un buitre picoteaba sus ojos, desnudando sus huesos elevándolos al cielo.

Caminó sin rumbo hacia los istmos, olvidando si era hombre, si fué mujer, olvidando su vista en la boca de otro, caminando sin darse cuenta que nadaba en el agua, con genitales de otro, el rostro de otro, sin saber que era.

Y miró hacia los cielos para verlos volar, verlos volar desde lejos, y desapareció con ellos en su vuelo desierto.