La inocencia era su flor más preciosa. Entregaba sonrisas por doquier, sin entender que las muecas que le devolvían estaban envenenadas. Hay mucha gente que no entiende como alguien puede ser bello, como alguien puede ser feliz y ella lo era y por eso, la odiaban y deseaban verla revolcada en el fango de los vicios, el mismo que los había atrapado a ellas desde siempre.
Era talentosa además y eso tampoco se lo perdonaban. El odio, por fin, rebalsó sus mezquinas existencias y se transformaron en jaurías que destrozaron a dentelladas la fina trama que envolvía la inocencia de esa chica. Aproximaron sus fauces babeantes a su cara espantada, le susurraron en sus oídos las más horribles injurias, se refocilaron al verla con el miedo agitando su corazón de paloma virgen.
Desde entonces, ya no utilizaron máscaras y se presentaron ante ella como los horribles seres que eran, la odiaban y destilaron odio, la aborrecían y ensuciaban sus prendas con el mugroso aliento que arrojaban a cambio de mordisquear malamente el aire que las ataba a esta existencia.
Los sabios evitaron inmiscuirse en esta afrenta y la justificaron, diciendo que eran cosas de niños, que en poco tiempo, todo quedaría en el olvido. Mientras tanto, la víctima permanecía dentro de un capullo apestoso que las arpías habían moldeado alrededor de su cuerpo. Ya no sonreía y –a cambio- gruesas líneas de dolor comenzaron a remodelar su frente angustiada. Se sabía prisionera de una sociedad que no perdonaba a los seres felices.
Hasta que sucedió lo inevitable. La niña no soportó más vivir en esta cárcel creada por los mediocres y traicionando sus valores, se colgó de una viga y dejó de sonreír.
Conocido este lamentable suceso, surgieron las voces doctas de los que todos lo saben. Las arpías, en tanto, habían regresado a sus disfraces, transformándose en apacibles ovejitas. Lamentablemente para ellas, nunca aprendieron a sonreír y sí a mostrar sus fauces horripilantes para reír a carcajadas cada vez que un ser luminoso era arrastrado a las tinieblas…
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