Hoy es martes veintitrés, y llevo al volante poco más de tres cuartos de hora. A mí me gusta que los coches…sean coches; no cajitas de puros “minor”. El Ford Mondeo que conduzco tiene menos de tres años y, hasta ahora, va como la seda.
Adoro el trazado de este puerto de montaña: las curvas no son demasiado abiertas, pero tampoco peligrosas. Las montañas, aquí en el sur, me hipnotizan cuando salgo a la autovía y, el verdor de los pinos en contraposición al marrón rojizo del suelo…ahhh. A esta hora de la tarde todo rebosa calma, mi ritmo vital se sincroniza con el latir de la tierra, del cielo, de los otros coches cuando me pasan. Y son los momentos como éste, cuando “uno” ha hecho bien su trabajo, y no queda ni un atisbo de remordimientos, de cargos de conciencia; los que me hacen sentir en paz.
Mi nombre es Oleh y soy de Odessa. Mientras retomaba el flujo de coches y humo desde el carril de aceleración me han asaltado recuerdos de mi juventud. Recuerdo aquéllas lecciones soporíferas de citología (maldita “cito”), las cervezas en la cantina de la facultad, con los vestigios del régimen colgando de alcayatas en las paredes ensuciadas por una mezcla de nicotina y dejadez. ¡Oh si!, benditas cervezas con los compañeros; éramos tan ingenuos: todos íbamos a montar nuestra propia clínica con los pocos ahorros de la familia y un crédito del “PROMINVESTBANK OF UKRAINE”… luego todo cambió. Y no me refiero a un cambio como aquellos que se producen cuando decides que vas a dejar la marihuana, ni a atreverse a llevar la raya del pelo en zigzag. Tuve que venirme a occidente, a la España que veíamos en folletos de agencias de viajes rusas. No fue fácil, en absoluto. Tardé tres meses en conseguir mi primer empleo como camarero. El salario no era gran cosa para el coste de la vida en Madrid, pero la noche me ofrecía multitud de “pagas extra”.
Ahora me viene Alicia a la memoria. Y qué vería una chica así en un ucraniano que apenas sabía mentirle en español, tenía que mirarla con ternura durante unos segundos para hacerle entender que nunca la abandonaría…hasta que llegó Olivia, y con ella la razón. Dejé la nocturnidad (que no la premeditación) y, juntos, planeamos irnos más al sur. Allí, en Almería, conocí a los contactos de los que ella me había hablado.- Tienes que ganar algo más, Oleh […] Nunca tendré un hijo contigo a este paso […] Verás como mi tío te cae fenomenal, es un hombre de palabra-.
¡¡Dios, cómo he querido a esa mujer!! Gracias a ella tengo un trabajo estable, clientes no me faltan en los tiempos que corren. Algunos de ellos son bien agradecidos, pese a la arrogancia propia de la gente de su categoría, pero otros… a otros me dan ganas de dejarlos en la estacada, de abandonarlos como a los galgos; si no fuera por esas deliciosas sumas...si no fuera porque el colegio de Choma, mi retoño, que cuesta más de lo que vale, si no fuera por él…tendrían que buscarse a otro.
Conozco un sitio cerca de aquí que es perfecto. Ya casi no queda luz, y tendré que darme prisa si quiero ver algo. El sitio en cuestión es una antigua mina de calcopirita, abandonada hace décadas. Dejo la carretera por la izquierda, quedan unos seis kilómetros por la pista de tierra para llegar. Y aquí estamos. Es prácticamente imposible que me hayan visto acercarme puesto que no hay poblaciones cerca. Caigo en la cuenta del frío que hace al bajar del coche, debería haber cogido el chaquetón. Me acerco a los respiraderos del yacimiento, deben tener al menos cincuenta metros por el tiempo que tarda en caer la piedra; esto es pura rutina, porque conozco perfectamente su profundidad, es sólo que no me gustan las sorpresas.
De vuelta al coche, camino del maletero, pienso en Julián Martí (mi cliente). Es un corredor de bolsa de primera; de los que tienen olfato y muchos enemigos. También tiene gran consideración para con los amigos, y la gente que estamos cerca de él. Paga bien. Abro la puerta del maletero y cojo una de las bolsas de basura, es inconfundible: forma cilíndrica, tamaño medio, poco peso. Los brazos me gusta envolverlos juntos, al igual que las piernas. Es necesario separarlos del resto del cuerpo para que entren por el tubo de plomo, de apenas un metro de diámetro. Retiro la tapadera, arrojo la primera bolsa. Regreso a buscar la de las piernas y, más tarde, tomo el saco que guarda el tronco y la cabeza. Creo que no es cuestión de dinero, el “muñeco” en cuestión tenía fama de buen pagador; pero yo a Julián, a Julián lo le hago preguntas…prefiero no saber.
Es ya de noche cuando arranco mi automóvil, enciendo el compact e introduzco mi disco favorito de Barry White. Es de agradecer el climatizador del vehículo, el notar cómo la sangre vuelve a circularme por los dedos. Ahora sí puedo relajarme mientras canto “¡I just can´t get enough, I love the way you freak me!”.
La verdad… no es como soñaba; pero me queda el consuelo del trabajo bien hecho.
A Silvio, un amigo circunstancial.
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