Es como cuando uno se toma un pequeño tiempo de recuperación de oxigeno en medio de un gran trayecto, cuya meta es la próxima isla. Estamos practicando natación.
Se escuchó la puerta del automóvil en el cual de transportaban, estacionados en la vereda de enfrente ocuparon mi atención. Él, con fisonomía de edad matrimonial, se dirigió hacia el local de la esquina para hacer quien sabe que, no importa igual, algo que ocupó tiempo y espacio. Ella tendió su mirada sobre la paciencia, la resignación y el relajo. Un cuadro de tarde de sol insertado en el tiempo delata, en el preciado momento de privacidad, un dejo de tristeza. La mirada de una mujer sin armas aparentes ante el gran imperio de la rutina. Ocupaba el asiento del acompañante, su brazo derecho (codo sobre la base de la ventanilla) sostenía su frente levemente inclinada, seguramente ejercitando el movimiento de las miradas mayormente dirigidas hacia la nada y con la pesada mascara sobre sus rodillas, compraba un tiempo de estacionamiento gratuito. Un momento de extraña vaguedad insolente, atrevida necesidad de pausa. Estacionamiento gratuito.
Pasado el mediodía, por estos parajes, no se acostumbra al horario corrido de los comercios de la gran urbe. El local de la esquina inspiraba una imagen de siesta inclaudicable. El hombre regresó, abrió y cerró la puerta. Creo que dijo algo! Porque ella gesticuló habilmente su regreso a la arena de lo usual, como completando las partes necesarias de una comunicación, y se escuchó el ruido del motor.
Se marcharon pincelando otra asombrosa pintura viviente.
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