“Un dedito para Lydia y otro para la pequeña Sue”, esas eran las buenas noches de papá.
Papá era policía, un miembro respetado de la comunidad que atesoraba, sobre las estanterías de la cocina, medallas y trofeos.
Lydia era diez meses mayor que yo. Él había comenzado su juego desde que mamá había muerto de una sobredosis de realidad.
La tarde de mi cumpleaños número catorce decidimos darnos un garbeo por las vías del tren. El reto consistía, como es típico, en ver quien aguantaba más antes de salir por patas.
Las perdedoras y vencidas, sin más animo de vida, sin cordura y resentidas nos sentamos a esperar.
Momentos antes nos habíamos puesto ciegas de yerba frente al instituto de donde nos habíamos fugado. Hablamos de la perra resistencia e intentábamos inventar un nuevo método de tortura.
Ambas nos cubríamos las muñecas con tela de colores, Lydia una azul con lila y yo una negra con malva. No es que quisiéramos disfrazar las heridas sino intentar no volver a caer en la tentación de rebanarnos. Aquello nunca funcionó, dos horas en el hospital y de nuevo a casa.
Huíamos de los espejos y las sombras.
Recuerdo que Lydia estaba poniéndome realmente trastornada con la canción de que ya mi cara era demasiado familiar. La misma charla del dolor y de que toda la yerba que inhalábamos no era suficiente para elevarnos a otro plano.
Le dije que antes de salir a las vías tenía que pasar por casa, a dejar una nota que le culpase por el resto de sus días y Lydia me espero frente al buzón. Su conversación me había puesto muy enferma y tuve que vomitar dos veces antes de salir.
Finalmente allí estábamos, sentadas y esperando.
Cuando la vibración se hizo patente, cuando el motivo estaba casi al frente me acerqué a su mejilla y le di un beso. Saqué las esposas del chaquetón y antes de que pudiese tan siquiera levantarse se las ajusté. Ella gritó que podíamos huir y yo salí corriendo llevándome un trozo de tela azul y violeta.