De cómo perdí a mi primer amor.
Te veía llegar tomada del brazo de tu hermano menor, un chico que caminaba como un soldadito de plomo, pero con un remolino de pelo, y la cara redonda, fresca, generosa como el pan recién salido del horno. Tú llevabas un bolso estampado con una escena de Alicia a través del espejo y que contrastaba con tu cabellera: Tu cabello, que era una mata espesa color castaño. A veces lo recogías con ganchitos de mariposas y tu rostro infantil adquiría un aire señorial. Yo me llenaba de contento porque eso me permitía detallar tus orejas, tu cuello y la prestancia que adquiría tu rostro cuando el sol arreciaba y la sombra de los árboles columpiaba en tu cara.
Era la escuela primaria. Para congraciarme contigo, me gustaba hacer de payaso en las clases. Tú mordías la parte interior de tus carrillos, aguantando la risa, y yo comprendía que las muecas a hurtadillas eran nuestra clave morse de comunicación. Nadie las notaba, ni los maestros, ni los chicos en la clase. Al final de la tarde, tú me dedicabas una sonrisa y eso bastaba para saber que eras mi novia. Novia, digo, pero sé que estoy faltando a los hechos: yo era tan tímido que no tenía el valor de acercarme, posar mis manos en tus hombros y dedicarte una amplia sonrisa con mis dientes de conejo. No, la realidad era otra. La idea de tenerte a solas, nosotros dos, era impensable.
Hasta que un día empezaron mis desventuras que, esto hay que decirlo, más que tristes fueron rabelesianas. Era la clases de matemática y el maestro era intransigente y contumaz. Yo tenía enrollado en la mano izquierda un pañuelo de los que usan las mujeres en la cabeza y comencé a morderlo ante los primeros síntomas acuciantes. Ese día no llevabas el cabello suelto, ni con ganchitos: Un moño autoritario te hacía parecer como una zarina rusa del siglo dieciocho; aunque no tenga yo la certeza de que una zarina haya llevado el cabello de esta forma, pero esa fue la impresión que tuve.
Amanerado, grotesco, el maestro vomitaba su clase. Su voz chillona tronaba hasta los pasillos. Hubo un momento en que Wilfrido, cansado de gesticular, ordenó resolver un problema matemático. Aproveché ese paréntesis para abordarlo
Maestro, permiso para ir al baño
y Wilfrido, impaciente, malhumorado, me aulló
que no, espere hasta la hora del recreo.
Para ese momento, sentí que la hora del recreo quedaba en un décimo piso, en la eternidad. Una oleada de sudor que bajaba por mis rodillas fue absorbida por la tela de los calcetines. Volví la mirada hacia Verónica, mi primer amor, y vi que permanecía indiferente, abstraída en la resolución de su problema matemático.
Angustiado, regresé a mi lugar con la certidumbre de la catástrofe por venir; el sudor había empapado mi camisa. Lívido el semblante, sentí que Verónica me observaba (si no me hubiera mirado en ese momento, si no hubiera suspendido ese gesto de sonrisa en sus labios hoy me dolería menos contar esto) Mientras Verónica me observaba, quizás esperando una mueca divertida, en ese instante, mi cuerpo no pudo resistir más y me hice en los pantalones.
A pesar de aquella tragedia personal, di gracias al Cielo: mis calzoncillos eran lo bastante fuertes como para resistir el peso de aquella carga infamante. En otro caso la materia despreciable hubiera bajado hasta mis zapatos, embadurnándolos, y con ellos mi dignidad.
Alea jacta est. Pero la suerte estaba echada: Poco tiempo transcurrió para que mis compañeros murmurasen entre sí, en medio de expresiones estupefactas
huele a mierda
Y aquellos cuervos, advenedizos catadores de la inmundicia, hacían grotescas inhalaciones con sus puercas narices para adivinar de donde venía el olor. De inmediato se formó el corrillo; Wilfrido se levantó, se acercó hasta nosotros e intrigado
Qué pasa, por qué tanto ruido?
Y los muchachos en coro
Es que huele a mierda, maestro.
Después de pronunciada esta frase colectiva, la escuela no fue igual. Wilfrido, ese amanerado de bigotito cursi, soltó estas palabras condenatorias y malditas
Daniel, te hiciste en los pantalones.
Lo que vino después fue un estado de aturdimiento interior. Escarnecido, sentí la mirada burlona de Verónica, como una bofetada sobre mi rostro. Las carcajadas, el súbito relajamiento en medio de la severidad que la clase de matemáticas imponía, poco me importaron. Pero aquella risa de Verónica, mi primer amor, representó el fin de mis ilusiones.
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