Vivía una vez un niño en una aldea al que no le gustaba jugar con los demás niños; prefería pasar su tiempo libre leyendo historias de caballeros andantes, princesas y dragones hecha-fuegos. Se pasaba los días divagando y echando a volar su imaginación, nadie le hacía mucho caso; tenía un solo amigo que se llamaba Pedro.
Un día Antonio, que así se llamaba el niño, encontró un anillo, que era de oro, con forma redondeada y un rectángulo en el centro con un diamante rojo en forma de corazón.
Para su sorpresa se dio cuenta de que con el anillo veía cosas que nadie veía: duendes, hadas, animales fantásticos, como grifos y Pegasos...
Fue corriendo a contárselo a su migo Pedro, pero éste no le creyó, ¡ ya estás con tus fantasías!, le dijo.
Desanimado, Antonio se dirigió a un bosquecillo cercano, y cuando se acercó al lago oyó una voz que le llamaba desde el fondo, que le dijo: “Soy la dama de la fantasía, corren malos tiempos para a nosotros; los niños sólo piensan en pelear, jugar a la game-boy y al fútbol; tienes que ir al castillo del señor oscuro, él te planteará una prueba, si la resuelves nos salvarás”.
Así que Antonio se encaminó al castillo y cuando llegó a él se encontró con el señor oscuro, que le dijo: “Tengo en mi mano derecha una daga y en la izquierda un cervatillo, si mato al cervatillo todo volverá a ser como antes, si lo salvo, todo continuará igual.
Antonio se quedó pensativo sin saber qué decir; si mataba al cervatillo se arreglarían las cosas, pero el cervatillo era el símbolo de la pureza y la inocencia. Al fin tuvo una idea, le dijo al señor oscuro: “Tú no puedes matar al cervatillo porque eres fruto de mi imaginación, ¡así que, desaparece de mi vista! Y el señor oscuro se esfumó. Muy contento, Antonio fue a contarle la historia a su amigo Pedro que esta vez lo escuchó interesado y a su vez se la contó a otros amigos; desde entones Antonio ya juega con sus amigos: contándoles historias.