Antonia se desesperaba y desesperaba en el más absoluto silencio. Tendida sobre la cama no despegaba su vista de la pared. Apenas parpadeaba y existía la duda de si estaba respirando. No le importaba que en 1 semana tenía un final, no le interesaba levantarse y ponerse a leer. Su pasión se había vuelto su deber, su odio; sus inquietudes, preguntas de examen y su humanidad un número con la que se presentaba ante sus educadores.
La bipolaridad crecía en Antonia, tenía ese sentimiento de obligación, esa responsabilidad que había cultivado , ¿pero qué se hace cuando los sentimientos de desgano vencen a la razón? Quería dormir, no saber del mundo, se había deprimido mirando por la ventana, frustrada y decepcionada de lo que creyó que podía ser su refugio, se había vuelto su rutina.
Sabía que su edad no era lo suficientemente joven para permitirle otro cambio de planes y que su rodilla se estaba rompiendo ya por tantas caídas que tuvo. Debía seguir con la decisión que había tomado. ¿Cómo se sabe que uno anda por la senda correcta en la vida?
Con una cínica muestra de responsabilidad, se levantó y comenzó a destrozar todas esas palabras que sus ojos imprimían en su mente. Forzaba a su cabeza a que se concentrara, que no divagara en sucesos futuros. Elaboraba planes de astucia para hacer que el profesor le preguntara lo que ella quería, pero ambas sabíamos que su buena suerte reposaba ya en el patio de los callados.
Presa del ocio y del deber, cada cierto rato, cerraba los ojos para evadir su entorno y sentirse confiada de que podría “memorizar” un montón de hojas en una hora o dos. Así y todo, se dejaba estar.
Llegada la hora y el día de rendir, sabíamos ya cual era su destino. Pasaba de ser un conjunto de letras a ser un número en una lista. Los profesores rara vez la llamaban por su nombre, otros preferían ver qué promedio tenía la persona que estaba frente a ellos, porque al despojarte de ser un humano, todas tus virtudes, defectos, vida, se resumen en ese número que es tu tarjeta de presentación. Siempre está el educador que niega lo anterior, que no somos los estudiantes un dígito o dos dígitos, que somos personas pero ¿saben?, nadie lo cree. Somos un número ante ellos, ¿por qué no lo aceptan? Somos seres prejuiciosos, está en nuestra naturaleza y si un estudiante tenía mejor promedio que otro, el primero desplegará las cualidades que son esenciales mientras que el otro, será la sombra de aquél, que en ciertas oportunidades mágicas, éste logra imponerse ante el prejuicio y demuestra que razona y que no sólo memoriza, dejando de ser una sombra.
Antonia, número 26, se sienta a esperar su sentencia y su instancia de apelación, pero los benditos nervios bloquean cada sinapsis y su mente en blanco evapora cualquier cada de relación de temas, personajes, conceptos. No sabe qué decir ante las expresiones de insatisfacción del educando, quiere buscar la manera para hacerle ver que comprendía lo que leyó, que tiene opinión sobre lo leído, que es un ser pensante y no un loro que repite un conjunto de cadenas de sílabas que ni sabe lo que dicen. Además la censura estuvo presente y le ordenan no emitir juicios, diciéndole de paso todo lo malo de tener ese número como presentación. Antonia se escuda, no quiere oír, no quiere llorar, la mala suerte le toca el hombro y la saca del aula. Se da cuenta que fue un número, fue un aprobado, no un distinguido y decide perder, mientras sale a la realidad, la conciencia de ser. Ella y todos son un número, confiará en los que tienen los más altos porque los otros no le sirven, debe terminar siendo un número estampado en una hoja que en un ser estampado en la sociedad.
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