Cuando salí de casa de mis padres aquella mañana fría y soleada de invierno me dirigía hacía la estación de autobuses, tenía unas mini-vacaciones y quería ir al pueblo. El único lugar en esos momentos que me hacía feliz, y más en estas fechas que hacía frió, me gustaba sentir esa sensación en el cuerpo, el invierno, la lluvia y el frió eran para mi como una parte necesaria en mi existencia.
Al llegar a la estación de autobuses saque el billete, la verdad es que llegar a ese pueblo de Zaragoza era bastante complicado, al menos en autobús, tenia que parar en Lérida, cambiar de autocar, y luego en Bujaraloz hacer otro cambio de autobús hasta llegar a La Almolda.
Durante el trayecto miraba fijamente por la ventanilla, me encantaba observar la diferencia de paisaje desde la salida de Barcelona hasta el pueblo. Cuando salía de Barcelona la contaminación era bárbara, veías una capa gris apoderándose de un cielo, unos días claro y otros nublado, hasta sentías un olor especial, de fabricas, vertederos y combustible de los cientos de miles de coches que cada día recorrían aquellas carreteras para ir al trabajo.
Cuando llegaba a la altura de Martorell, zona rica en industria, pero también rica en contaminación era insoportable el olor que nos invadía nuestras narices, aquel humo negro de las chimeneas de las fábricas que hay en la zona. Yo siempre le había dicho a mi madre que jamás podría haber vivido cerca de aquel lugar. La verdad es que poco después todo iba cambiando, al llegar a Montserrat, Esparraguera ya empezabas a notar ese olor sano de árboles, de montaña, de hierba, de vida que tanto me gustaba.
Cuando llegamos a Lérida, el frió era aterrador, estábamos a unos dos grados y las manos se nos enrojecían y dolían del frió que hacía. Entramos en un café mientras esperábamos la hora y media que había de tiempo entre un autocar y el próximo que teníamos que coger. Era otra ciudad, mucho más pequeña pero otra ciudad. Yo detestaba cada día más la ciudad, me acordaba de pequeña que estaba muchas temporadas con mi tía Pilar, la hermana de mi padre en un pueblo de Tarragona en Villalba de los Arcos, allí disfrutaba como una enana, jugaba en la calle, corría por la plaza y disfrutaba de todas esas cosas que en un ciudad son imposibles, ni tan siquiera teníamos un pequeño parque para bajar a jugar. Siempre estábamos metidos o en el colegio o en casa, entonces mi madre se tenía que volver loca, éramos siete hermanos y solo nos llevábamos un año entre nosotros.
A las cinco y media salía el autocar de Lérida a Zaragoza, a partir de este momento el paisaje cambiaba totalmente, era más desértico, más seco, según he oído a los abuelos del pueblo, decían que aquel maravilloso paisaje se destruyo con la tala de todas las sabinas y pinos para construir los barcos de la Armada Invencible.
En los Monegros, que según la leyenda su nombre viene de Monte Negro por la gran extensión de pino y sabinas que había en aquella época, un animal podía cruzar la Península Ibérica sin tocar suelo. Ahora es todo lo contrario, prácticamente han desaparecido las sabinas y los pinos se cuentan en grupitos reducidos que parecen pequeñas manchas en el centro de un desierto que cada vez más está dejando un paisaje desolador.
Tan solo pasábamos por cuatro pueblos desde Lérida hasta La Almolda, pero eran los auténticos pueblos, pequeños, con casas rusticas de gruesas paredes, calles estrechas y balcones con flores y alguna que otra abuelita mirando por entre el visillo de la ventana para ver quien era el que pasaba. Era una de las pocas distracciones que tenían, en los pueblos hay poca diversión, no hay comercios, ni cines, ni teatros, pero puedes vivir sano y tranquilo, la vida daba la impresión que se paraba, el reloj corría más despacio, lentamente, sin prisa. Allí en el pueblo los días se alargaban más de lo que uno se puede imaginar, y no por la luz del sol, o por que fuera verano o invierno, simplemente era como viajar a un lugar de sueños, un lugar donde la vida se valora, se vive.
Al llegar al pueblo teníamos que subir la calle San Antonio, tenía una inclinación bastante grande, pero no nos dábamos cuenta, con la emoción de llegar a casa de mi tía Águeda, aquello era como pasear por un parque. Mi tía era soltera, me contaron una vez que se había enamorado de un hombre, pero lo mataron en la guerra, y jamás se volvió a enamorar. Creo que si viviera hoy, se escandalizaría de las parejas que hoy en día se divorcian como se cambian de ropa en cada estación. Mi tía se alegraba mucho de vernos, nos quería mucho y también nos renegaba, imaginar a siete niños en una casa que durante gran parte del año solo estaba habitada por dos personas, y de repente aparecen siete chiquillos, pequeños, traviesos y con ganas de todo. Mi tía encendía la estufa de leña y a parte tenía un brasero que ponía debajo de las faldas de la mesa de la cocina, a mi me daba bastante miedo, creía que algún día íbamos a meter nuestros pies y nos íbamos a quemar, pero eso jamás pasó.
La casa era como un palacio, entrabas a un gran patio, con el suelo de piedra pulida que mi tía cada día de rodillas pasaba un paño para que luciera el brillo, en la planta baja había la cocina con su masedería como le llaman, era una habitación pequeña en la que se guardaba la comida, el vino, el aceite y utensilios para cocinar. Allí era donde pasábamos gran parte del día, se estaba caliente y además habían puesto una tele en blanco y negro en la que podíamos ver las novelas que nos gustaban.
Yo me iba a un cuartito pequeño que tenían dentro de un lugar que en su época fue tienda, vendían toda clase de legumbres, azúcar, y otras cosas, allí me quedaba mirando por la ventana que se iba apoderando de la escarcha, hacía mucho frió, el ambiente era como de nieve, una pequeña niebla paseaba por las calles, anunciándote que había llegado el invierno, un invierno largo y frió, algunos años caían esos pequeños copos de nieve que tanta ilusión nos hacía ver y tocar. Que yo recuerde jamás había visto la nieve en la ciudad, aquello era un gran espectáculo, en cuanto caían los primeros copos ya estábamos todos en la calle chillando, y corriendo de un lado para otro, mientras mi tío que era muy serio empezaba a renegar y a mandarnos entrar dentro de casa.
Así es ese recuerdo tan lindo que tengo de los inviernos en el pueblo de mi madre, unos días que jamás se borraran de mi mente, ni esas travesuras que les hicimos a mis tíos, y que ellos con todo amor soportaron. Esos inviernos eran como cuentos, como sueños, entonces éramos felices.
|