21 de octubre. Sábado. Cuatro y diez de la tarde. Soleado. Templado. En el patio de la casa de Olga
Olga acaba de salir. Con Claudia. Y Alonso. En la casa sólo está Nicolás y yo.
Está agradable. Cálido. Una suave brisa transmuta los odios en amores y abanica con suavidad las flores del árbol bajo el que me cobijo del sol. Víctor se fue esta mañana y no lo veremos hasta el domingo, cuando viajemos a San Carlos.
Anoche nos quedamos hasta tarde. Bebimos. Fumamos. Olga y Rodrigo hablaban mucho y nosotros escuchábamos activamente (lo que quiere decir que contestábamos y replicábamos en torno a lo que ellos hablaban). No recuerdo mucho la conversación, sólo que fue variada, risueña a ratos. Quizás empaña el recuerdo el hecho de haber vomitado unos seis o siete vasos de ron mezclado con Coca-Cola (en proporciones absurdas), junto a unos cinco palmitos y media marraqueta de pan tostado con mantequilla que Olga ofreció tipo tres y media. De todas formas, el vómito fue como el Mana para los israelitas de Moisés, la absoluta y total liberación de un exasperante y traumático dolor de estómago que se mezclaba con los residuos alucinatorios de la marihuana (que me hizo sentir los músculos como ondas de mar moviéndose). Lo extraño es que me sentía de maravilla antes, y me hacía el que entendía todo y que no me pasaba nada, y que era un machote fornido al que la marihuana y el alcohol le pasaban en banda (cual Hemingway criollo). No sé si habrá resultado, pero para que los demás no se dieran cuenta que apenas escuchaba (porque tenía los oídos tapados y la presión subida), miraba a una persona en particular y me dedicaba a copiarle los gestos. Si sonreía, yo también sonreía; si se reía, deberían haber contado un chiste, así que reía. Al rato, cuando el cerebro retardaba explícitamente mi motricidad fina, decidí sacar la libretita e intentar escribir algo (porque era incapaz de copiar los gestos de nadie sin que me retrasara unos ocho segundos). Obviamente, no pude. Esbocé un par de garabatos, líneas sueltas, apenas.
Lo divertido fue que luego, cuando todo estaba acabando, recuperé mi dignidad humana, mi motricidad, pensamientos y voluntad. Podía escuchar bien y la marihuana ya había desaparecido. Campeón, me paré de la mesa y fui de la cocina al living (como demostrando que podía hacerlo sin chocar contra las sillas o hacer bellaquerías), y del living a la cocina otra vez. Víctor se fue a su sillón, en donde se puso a leer un cancionero de un tema que no recuerdo, y yo decidí empinarme el conchito de la botella (que según las proporciones de Rodrigo, daba para porción y media). Me lo tomé al seco y un poquito mareado me fui a la pieza. Y yo creo que ahí estuvo el gran error. El último vasito no me divirtió ni me hizo ver marcianos. Era la misma muerte la que hacía posesión de mis pobres tripas para retorcerlas a su encanto con un hepático e insoportable sufrimiento. Además, en alguna parte de mi cabeza, algún filtro se rompió, y quedé completamente extrovertido con las cosas que transitan psicoanalíticamente la cabeza, la mayoría perversas (¡horror de horrores!). Allí llegó, como abnegada y comprensiva mujer, Claudia a consolarme. Porque así de ebrio, y en la soledad de la noche, la pena se convierte en algo más que vacío; la oscuridad se pegotea como si fuera diez veces más negra. Y de llanteo y lloriqueo, y ganas de vomitar, y músculos haciendo olitas, se me fue la noche a una especie de espiral lagrimoso y un poquito patético (en retrospectiva). Claudia me preguntaba qué podía hacer por mí, y me abrazaba y acariciaba la cabeza, mientras yo me sentía enano y sollozaba incoherencias pseudoexistencialistas. Al rato decidió traerme un té de algo (hierbas, creo), que me apaciguó. Al menos de la locura temporal. Sirvió como catalítico; de forma misteriosa (y ahora, pensando, divina) me indujo el bendito vómito angelical.
Aliviado me eché en la cama y los párpados se me cerraron solos, pesadísimos.
Por la mañana dos grandes verdades se me hacían obvias. La primera, era que había vuelto de la muerte, y la segunda era que ya no tenía esófago. Sólo un desierto atacameño, corrosivo, que me secaba por dentro. Y claro, un dolorcillo de estómago chico pero constante, como cuando te mareas en el bus y sientes que te falta el aire; una especie de limbo de tripas (o purgatorio de vísceras: no alcanza para cielo, pero tampoco es infernal) que me acompañaría durante todo el día. Al salir de la pieza tuve que afrontar como hombre que Olga me dijera si quería un agüita de algo, o que si me sentía muy mal, o que si quería me daban desayuno en la cama. Humillado alegaba que me sentía perfecto y que no tenía nada, que no se preocupara (y para demostrar un aspecto jovial y ganador me mojaba la cara para espantar las ojeras, mientras rogaba en fervorosa súplica a mis ancestros que la noche anterior ella, Rodrigo o Víctor no me hayan escuchado llorar).
Lúcido y falsamente enérgico fui a la mesa a almorzar puré con carne y salsa de soya. Y pese a mi temor, la comida no me causó ningún dolor gástrico. Es más. Quedé con hambre. Feliz ante el descubrimiento, que auguraba que quizás en algún momento del día el dolorcillo desaparecería, me vine al patio a escribir esto.
Aparece Nicolás tras la puerta de la cocina. Tímidamente alza un “hola” que le respondo. Se acerca; se nota que está aburrido (lleva todo el día viendo tele) y me busca como circo. “¿Alguna vez tú has ido al campo?” me pregunta. “Poco” respondo, mientras tecleo lo que digo y lo que pienso. De seguro no es agradable estar hablando con alguien que mira una pantalla de notebook transmitiendo in situ la conversación (ni siquiera le miro, sólo me dedico a teclear, roboticamente)… Nicolás se da vuelta y rengueando se entra a la casa de nuevo, no sin antes echar un vistazo breve hacia atrás que capto por el rabillo del ojo.
Vuelan las moscas. No hay nubes. El cielo desnudo se declara de un celeste claro muy profundo. Ladran perros. Pasa un pájaro. La brisa se detiene y da paso al calor comalesco de Talca. Un rayo de sol me pega en la oreja a través del limón, que está pelechando: bota pétalos de rosa que yo huelo como muertos y cementerios (Víctor dice que la asociación es obvia).
Talca en general tiene olor a muerto. O a flores (el asunto de las perspectivas es grotesco). Caminas por las calles del centro y por el bloqueo de los edificios falleces de calor. Es un calor obsceno que extermina el aire y lo reemplaza por sulfuro. Uno que es sureño de toda la vida no puede sobrevivir a esto. La cabeza reacciona instantánea, expresándome a través de un constante e intenso dolor de cabeza (que traducido vendría a ser como un globo al que se le echa demasiado aire y amenaza con reventarse) que la moje o alivie de tal tortura, so riesgo de desparramarse y dejarme sin vida.
Ante eso hay dos opciones. O haces algo, como comprarte un helado, esconderte en algún refugio con aire acondicionado o sumergir tu cabeza en un refrescante y mesiánico chorro de agua; o te dejas morir.
Por ahora, lo mejor es quedarse bien quieto, esperando que la respiración baje su ritmo y transporte menos sangre por el cuerpo, como cuando duermes. Además en un rato va a llegar Claudia y probablemente va a venir emocionadísima de que la casa haya quedado para nosotros. Querrá alcohol para esta noche (mi estómago gime), en alguna de sus variantes. Pisco, probablemente, el peor de todos, o cerveza, en el mejor de los casos. Trataré de convencerla de comprar Fantita no más, por una cosa de supervivencia.
Ojalá no me vuelvan los demonios de anoche, no estoy de ánimos para pánicos y miedos guturales. Además quiero estar sano para mañana, porque viajar cuatro horas de Talca a San Carlos con resaca, con este calor, tiene que ser peor que morir de insolación en el desierto del Sahara luego de ser violado y eyaculado por una tribu de beduinos con sida. Aunque, bueno, igual sé que depende de mí y etcétera, tal como te dicen al final de las películas gringas. Dependerá de mí el verme de una forma u otra, el subirme al Pullman como una florecilla o un cadáver. Aún así, sé que no viajaré feliz y tranquilo, simplemente porque solo me zancadillo el camino, y pese a que no beba más que Fanta y duerma ocho horas, o que despierte con un brillante sol y mucha brisa que espante el calor, viajaré pensando que voy muerto y dejando un halo detrás mío. Muerto, y bien etiquetado, vomitado y patético. Sonriente, por supuesto, y hasta un poco demasiado conversador, un pelito demasiado alegre, ganador y chistoso, sólo lo suficiente como para sembrar la duda de que todo sea falso, de que en verdad por dentro sigo borracho, de palmitos y calores, de cordialidad y simulacros. Que quizás todo esto no es más que un pantallazo infame, mentiroso y encubridor de un recuerdo chico y mío, mío solamente y escondido justo allí, antes del vómito, desde un lloriqueo ácido en brazos de una mujer.
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