Preguntas anidadas en cada encarrujado de las sábanas, se han gestado allí y allí mismo les llega la tarde, me dan comezón en las noches, no me dejan dormir para olvidar.
Es que me ha costado trabajo entender que el olvido ésta extinto para todos los que no tenemos el privilegio de la muerte. Nosotros, los vivos, detentamos el recuerdo para regresar una y otra vez donde nos duele.

Cada pregunta lleva una arista que se encaja ahí, sí, ahí, donde aún tengo la memoria de tus dedos. ¡Qué encuentro!, tu mano hecha para buscar y encontrar placeres trabajaba en mis muslos con la delicadeza salvaje que inspira una virgen.

No era mi intención, pero la compostura se escapó el rato en que abriste la puerta y yo no quise llamarla. Mis piernas se abrieron y desgajaste el regalo..., niño impaciente.

No te regalé la luna, yo te di mis inseguridades y miedos, mis penas y tus ruegos.
El nombre no importaba, al fin era universal.

Intenso, me desfloraste en cada combate, ibas y venias mientras los gritos confundidos con el respiro entrecortado era una canción cuya partitura era el instinto.
El joven movimiento hizo temblar al crucifijo sobre tu cama. No fue lo único que tembló ese día.
La sábana es el único calor que me dejaste.

Piel blanca, abertura roja, príapo firme, róseo, juego de colores irreproductibles. No dejábamos que llegue el día.
Me desvirginaste cada día, cada noche, con lo que encontraras, tu lengua, tu mano misma aprendió el arte, el meneo, la embestida.

En la calle, pasas de lado, no me miras, tenemos tanta luz en la cara que nos irreconocemos.