—¡Debes aprender de una vez por todas a tocar el arpa! Como tu tía, tu prima y tu abuelo. Es por el honor familiar —decía mi madre. La tradición debe continuar. Todo lo que somos y tenemos en esta familia se lo debemos a este noble instrumento.... y tú no vas a ser la excepción.
La verdad es que apenas soporto ese insufrible adminículo. Odiaba su sonido, sus cuerdas, sus acordes. “el honor familiar”. Desde niña escuché todo lo que había que saber sobre el arpa. La casa estaba inundada de discos y fotografías en que aparecían mis parientes ejecutando cadenciosos arpegios.
No había acto cultural o velada artística en el pueblo en que no estuviera algún familiar incorporado en el programa.
Cuando mi abuelo estaba vivo nos despertaba todas las mañanas con su infalible “Adios al séptimo de línea.” Después seguía mi tía con su marcial “Pasan los viejos estandartes,” y mi prima para no ser menos continuaba con el nostálgico “Si vas para Chile ”... Y así transcurría el día, dale que dale, con fastidiosos ensayos, sofocando todo el espacio acústico con sonoros y potentes acordes.
De manera que para no entrar en conflictos con mi madre, no tuve otra alternativa que someterme por años a la práctica de aburridos y tediosos ejercicios de acordes, arpegios, solfeos, digitación, hasta lograr, aunque muy a mi pesar, dominar ese insoportable instrumento.
Toda la parentela esperaba expectante la fecha en que tendría que demostrar mis armoniosas y altisonantes habilidades musicales.
Hasta que por fin llegó el día de mi primera presentación en público, que creo que fue inolvidable. Allí estaba mi familia en pleno. Sobre todo mis padres: radiantes y orgullosos.
Después de los consabidos cuchicheos, aparezco yo, saludando con ese aire grácil y susceptible, propio de los artistas.
Una vez ya instalada en el asiento de terciopelo negro, y en vez de comenzar con el clásico ritual de deslizar primorosamente los dedos en un dulce y polifónico arpegio, meto la mano al bolsillo, saco un pequeño cuchillo y empiezo a cortar una a una las cuerdas del arpa. Era como hacerle un tajo en la cara, a mi tía, a mi prima y a mi abuelo, sobre todo a mi abuelo, que fue el primero que comenzó con esta maldita afición. Enseguida me puse de pie, tosí, más por prejuicio que por convicción y en vez de lanzar un grito insurgente o ponerme a llorar, entoné una copla con aires de libertad. Nadie entendió nada. Pero yo sí. Era cuestión de honor.
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