La evocación me llega sin aviso, por sorpresa y me toma como rehén. Esa reminiscencia no sólo anida en mi memoria, sino que está impresa en cada recodo de mi cuerpo y grabada en cada uno de mis dedos. Y es que tu piel no se conformó con quedarse en mi mente, evocando el tacto.
Permanece en sabor y aroma, en imágenes por momentos esfumadas como los sueños y por singular paradoja, tan vívidas como un instante preciso de la realidad.
Se me antoja el retrato del lóbulo de la oreja, el cabello esparcido en la almohada y el cuerpo desnudo y laxo a medio cubrir en las sábanas alborotadas. El cabello es cosa de cuidado, porque por momentos oculta el rostro, cubre el cuello, cae sobre los hombros.
Recuerdo, como en una visión, haber recogido esas hebras de tu pelo para poder extasiarme con la caprichosa geometría de tus hombros y deleitarme con la curva deliciosa de tu cuello.
Alguien dijo que los hombros de una mujer son la línea del frente de su mística. Si se da el milagro de que la mujer está viva y dispuesta, su cuello tiene el misterio de un pueblo de frontera y simboliza la tierra de nadie en esa perpetua batalla entre la mente y el cuerpo.
He recorrido ese camino fascinante, vaya que sí. Lo he transitado de arriba abajo, descendiendo desde los labios húmedos, por la barbilla, deteniéndome apenas un momento en el límite de la cara antes de dejarme caer en ese territorio misterioso y cautivante.
Y lo he atravesado de abajo hacia arriba, empezando en el nacimiento de los montes de carne firme y piel tersa de tus senos, desandando el camino, trepando una y otra vez por la quebrada de tu garganta, remontando el sendero escarpado de la mandíbula hasta volver a recrearme en el lóbulo de la oreja, de camino hacia la fruta jugosa de tu boca.
He estado allí, en esa tierra de nadie y he participado en la batalla, hasta que la mente se entrega sin condiciones y el único vencedor, es el cuerpo.
He tenido el privilegio de saber qué se siente al besar tu cuello.
(Para ella, que sabe)
© 2006 by Simon Paterson |