Sí, ése que tienes ahí, donde termina el declive de tu reverso y se elevan las tersas colinas de tu grupa; en la parte de atrás de tu cintura, en esa frontera que limita tu talla. En ese lugar donde la columna se pierde en la grieta que tienes entre las piernas. En esa comarca imprecisa del territorio del torso que invita al despilfarro de caricias y a la profusión de besos.
Ahí, donde se forma ese hueco de tu espalda.
Deslizarme desde la nuca como por un tobogán a lo largo de tu columna, dejando una huella de aliento y humedad, regándola con mi saliva, consumiéndome los labios en tu piel para caer así por tu espalda, da vértigo.
A ti te encrespa, te eriza todo el cuerpo, te reaviva el deseo, te fustiga los sentidos y no puedes menos que arquearte, ofreciéndote, dejando libre el acceso a ese sendero cálido y jugoso que dibujo con mi hálito y mi lengua cada vez que me deleito buscando ese hoyuelo delicioso.
Casi puedo ver cómo te yergues, apoyando los codos en la sábana, elevando los hombros y cediendo al impulso de abrir los muslos, porque la excitación te doblega la voluntad. Y cuando mi boca llega a esa quebrada donde se concentran tus sensaciones más intensas y tus ardores más impetuosos, entonces y sólo entonces, te entregas.
¡Ah, mujer! Si supieras cómo anhelo, deseo, imagino, ambiciono y sueño con recorrer ese camino una y otra vez, y desandarlo para volver a empezar.
Desde tu nuca, hasta el hueco de tu espalda. Y deslizarme después –para perderme allí–, en esa grieta oscura, caliente y húmeda, donde guardas tu enigma de hembra; ése que despierta toda tu maravillosa sensualidad y a mí me reaviva al primitivo que habita en el lugar más insondable de mi alma.
© 2006 by Simon Paterson
(Dedicado a María Eugenia. A ese hueco de su espalda) |