VIDA Y OBRA DE UN AVENTURERO.
El sigilo había constituido siempre un arma de su agrado. Cada vez que adelantaba cualquiera de sus diminutos pies, se sabía (¡se veía!) más cerca de su objetivo. El pasillo estaba en penumbra, algo que detestaba, pero no podía arriesgarse a ser visto: seguiría adelante. Una sintonía hortera de gala nocturna podía adivinarse en el silencio de la madrugada cuando... el estridente sonido de una silla mal arrastrada le sobresaltó el corazón. ¡Uno, dos, tres pasos atrás!. Ya era tarde. Debía transformar su figura y confundirse entre las sombras.- Ya pasó.- intentaba tranquilizarse. Contenía su respiración como podía; su flujo sanguíneo era un torrente acumulándose en sus parietales…pero se volvía a presentar una oportunidad perfecta.
Al escuchar el pestillo del cuarto de baño se lanzó cual kamikaze en dirección a la cocina. A su corta edad era consciente del poco tiempo del que disponía.- Deben estar por aquí, o en aquél otro armario… ¡Ajá!-. Cuidadosamente abrió esa lata que tantas veces había ansiado. No podía creerlo, le temblaban las manos, un hormigueo recorría su débil espalda; pero era un chico listo, tenía una voluntad que a sus años espantaba; por lo que tomó una sola de aquéllas joyas impagables, sin apenas mirarla la ocultó en el bolsillo de su batín y, seguidamente, dispuso el interior del mueble de cocina como lo había encontrado.
La cisterna rompió el dulce momento que estaba disfrutando. Se acurrucó bajo el poyete de aquella esquina donde su padre solía preparar la ensalada y…esperó a que amainara.
Una tos crónica desvelaba que el hombre había vuelto a su sillón, al calor de la estufa. Esperó unos instantes, tomó aire profundamente y emprendió el camino de regreso hacia su habitación.
El brillante envoltorio se mostraba como algo precioso y preciado. Las franjas amarillas y rojas danzaban juntas en un baile hipnótico, que se propagaba como una espiral al tiempo que, Lucas, le daba vueltas. Refugiado en su propio reino contemplaba melosamente su botín. Mientras su pequeña y rojiza lengua jugueteaba entre sus dientes y sus glándulas segregaban saliva como para poder beber en vaso, deslió despacio el maná que tanto había luchado. Lo tomó entre los dedos pulgar e índice y se lo metió en la boca. A sus seis años de edad había muy pocas cosas que le gustaran más que esos caramelos y una de ellas, era... el riesgo.
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