El cuento del lápiz que se quedó sin punta.
La mañana de Reyes, Miquel que tenía 6 añitos había recibido como regalo un estuche lleno de lápices de colores y un lápiz para escribir. Él ignoró al simple lápiz, a pesar de que el lápiz tenía incluso una goma de borrar como sombrerito. A Miguel que aún no sabía ni escribir no le dio mucho valor tener un lápiz, total tenía miles de lápices y encima cada uno de ellos con un color diferente. Él hubiera preferido como regalo un coche de carreras, pero como sabía que los Reyes ya habían pasado se conformó, y esperaba que el próximo año no se olvidasen de su coche de carreras, que al año que viene seguro que ya no quería y prefería otra novedad del momento. Utilizó con tanta ansia los colores que poco a poco se fueron gastando ya que le encantaba sacarles punta y cada semana iban empequeñeciendo todos los lápices de colores, todos menos uno, el simple lápiz. Ese lápiz no lo utilizaba nunca porque le parecía muy soso, debido a que solo era gris, y para eso ya tenía un color que sí que era gris. Tan solo lo utilizaba para borrar y a la primera semana de tenerlo el lapicero se quedó sin su admirado sombrerito. Pero después de gastar la goma de borrar que tenía el lapicero, lo aparcó en un baúl donde guardaba los trastos que le parecían inútiles.
Al cabo de unos años, cuando tenía 12 años, su madre le dijo que hiciera limpieza que tenía demasiadas cosas y dentro de poco no cabría ni él mismo en la habitación. En ese momento fue cuando lo primero que iba a tirar iba a ser el baúl, él sabía que todo lo que albergaba en ese viejo baúl eran cosas inservibles y que no quería, pero por casualidades del destino, quién sabe, quiso darle una mirada al baúl y se encontró de nuevo con el lapicero sin goma que no había utilizado nunca. El lapicero sonrió, si hubiera podido saltar hubiera saltado de alegría, pero se limitó a sonreír pensando que el niño después de tanto tiempo se había acordado de él. El niño lo cogió y pensó que antes de tirarlo no estaría mal llevarlo al colegio, porque cada dos por tres perdía alguno, así que seleccionó al lapicero y alguna que otra cosa y les liberó de caer en manos de la basura, de donde no podrían ser rescatados. Des del instante que lo rescató y lo llevó al colegio, siempre lo utilizaba para los exámenes. Después de tanto tiempo encerrado, el lapicero agradecido de poder disfrutar de su libertad y sentirse útil siempre le gratificaba, haciendo que en aquellos exámenes en que era utilizado el niño sacase buenas notas. Miguel, incluso a veces, no se lo podía ni creer, pensaba que era muy extraño porque él tampoco era un chico muy estudioso. Y empezó a pensar que podía ser cosa del lápiz, pero era una idea vaga y que en el momento que la pensaba le desaparecía porque no quería volverse loco. No obstante por si acaso seguía utilizándolo. Aquella época fue la mejor del lapicero se sentía tan lleno de vida, se sentía tan realizado, sin darse cuenta que poco a poco el tiempo también iba pasando para él. Y cuando estaba por la mitad de su estatura originaria, el niño por pena a quedaras sin él, como le había ocurrido con los lápices de colores que habían llegado a desaparecer, pensó que lo haría escribir hasta que se le acabara la punta y en ese momento no le volvería a sacar punta, sino que lo guardaría como recuerdo de las buenas marcas que le había llegado a alcanzar gracias a él, a pesar de que suponía tener que hacer un esfuerzo y conseguir esos resultados tan óptimos por él mismo, ya que él se había dado cuenta que todo era gracias al lápiz, al super-lápiz, como él le llamaba. Pero era un secreto entre el lápiz y él, no quería que le tomasen por loco o incluso peor, que se lo robasen por envidias.
El día que el super-lápiz se quedó sin punta y estaba por la mitad, es decir su último día, era un día con lluvia. El lapicero ese día también sabía que era su último día porque se lo había oído decir a Miguel, ya que el chaval a veces le contaba cosas al super-lápiz. Se había creado una relación de complicidad entre los dos. Ese día Miguel llegó a casa con el super-lápiz en la mano para colocarlo en cuanto llegase en la estantería de los buenos recuerdos. Al super-lápiz le dio igual mojarse porque él por dentro estaba llorando, sería una vez aparcado, viejo, solo, sin gorrito y por encima de todo sin punta. Le fastidiaba tener un final tan triste, le recriminaba a Miguel que después de todo lo que él había hecho por él le dejase mutilado, sin su herramienta, creía que al menos le aparcaría pero luciendo una esmerada y cuidada punta. Pero no se quedó abandonado en la estantería, a pesar de que estaba en el rincón honorífico del niño, el sitio de los buenos recuerdos, había subido un escalón des de la última vez que estuvo encerrado, que estaba en el baúl de las cosas inservibles. Le daba igual donde estar él sabía que Miguel pronto se iba a olvidar de él, pero él no podría olvidarlo porque no tenía otro entretenimiento que esperar su muerte.
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