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El tres de trébol llegó justo para formar junto con el dos y el cuatro la escala y completar así los nueve puntos necesarios para ganar la partida de “punto y banca”. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la anciana, que en forma teatral estiró sus largas y huesudas manos, esparciendo con elegancia e ironía las cartas sobre el tapete verde. El croupier sentado en el extremo de la mesa anunció su triunfo, lo que fue corroborado con un movimiento de cabeza por el Inspector que vigila a una distancia discreta las posturas. A doña Silvia le encanta observar la cara de la derrota en el resto de los jugadores, quienes no pueden disimular su impotencia y rabia, y esto se incrementa aún más al verla retirar el alto de fichas que acumulan sus ganancias. De las diez partidas jugadas esa noche, la anciana ganó ocho. Sólo perdió la tercera y la quinta; y como de costumbre ganó la primera y última partida.
En el Casino de Viña es frecuente ver como alternan el donaire con la más sórdida degradación, por lo que no llama la atención observar a un séquito de serviles e interesados, que deambulan y se apiñan en torno a un jugador venturoso, rodeándolo y adulándolo para recoger algunas migajas de su bonanza. Doña Silvia no fue la excepción y en pocos minutos se vio asediada por jugadores que tempranamente lo habían perdido todo, como estadísticamente tenía que suceder.
Pasadas las doce de la noche quedan los verdaderos jugadores, los recalcitrantes, para quienes sólo existen los naipes, las fichas y el croupier, y aunque éstos hayan perdido toda su fortuna, según los códigos impuestos por ellos mismos, no deben jamás dejar traslucir algún sesgo de emoción que denote un humillante descalabro. En esa atmósfera doña Silvia ejecutaba sus apuestas con aparente calma y sangre fría, calculando en forma indiferente sus jugadas, deduciendo, apuntando en un papel cuadriculado todas las posibilidades previamente ensayadas.
La presencia de doña Silvia produce siempre una honda expectación en la sala de juegos. Sus maniobras las realiza hábilmente y los testigos no vacilan en admirar a una jugadora con estilo excéntrico que promete, en efecto, jugadas sorprendentes. Yo como puedo me abro paso hasta su mesa y me coloco junto a ella. Me llama la atención la forma de contemplar al resto de los jugadores, como advirtiéndoles, váyanse, por favor, no apuesten más, ahora vengo yo, no pierdan en forma estúpida su dinero.
La extraordinaria magnificencia y lujo de las salas de juego, junto a la gran cantidad de dinero que se apuesta, hacen que uno sienta una especie de recogimiento, como estar en una gran catedral y se pierda, la perspectiva, el punto de vista, la brújula, como dice doña Silvia, que ya a esas alturas yo la veía como una especie de alegoría emblemática, un gurú que se ha entreverado en mi camino para guiarme derechito al triunfo, por que es cuestión de hacer las mismas jugadas que hace ella, para tener garantizado el éxito. De modo que empiezo como loco a desafiar al destino, apostándole a la banca, imitándola. Resultaba imposible no sentirse contagiado con su ímpetu, con su frenesí, con su sino inconfundible. Hice las posturas más altas que permite la mesa, y ganaba. Estaba enardecido. Repetía las jugadas y volvía a ganar. No comprendía lo que estaba sucediendo. Estaba como aturdido. Sentía que golpeaba, que le sacaba la lengua por primera vez al designio
Después de cuatro horas, seguramente aburrida y cansada, la señora Silvia desertó de la mesa de “punto y banca” dirigiéndose a la ruleta, y yo cual rey mago, con los bolsillos repletos de fichas, iba detrasito siguiendo mi buena estrella hacia la tierra prometida. Esta vez ella se colocó al lado del croupier y comenzó tímidamente hacer sus apuestas. La ruleta no es mi fuerte, me dijo, dándose cuenta por primera vez que yo calcaba sus jugadas. En efecto, en este nuevo juego, ella no resplandecía, no lucía la destreza que desplegaba en el juego anterior, exhibiendo ahora una evidente vacilación que la llevaba a cometer persistentes omisiones. Y yo, tozudamente, continuaba fervoroso, aferrado a su estilo, incapaz de serle infiel y crear mi propio plan de juego. Los mirones acudieron rápidamente a la mesa a contemplar con indisimulada morbosidad el debacle que se avizoraba . Todos hablaban y señalaban que a ellos jamás les habría ocurrido eso, porque habrían usado otra estrategia. Se les escuchó profetizar: “Van a perder. Lo van a perder todo”.
La buena suerte la había acompañado por más de cuarenta años, y estaba diplomada en esos rigores de tener que soportar los sarcasmos de tahúres, embaucadores y prepotentes apostadores. Algunos le susurran al oído, indicándoles qué debe hacer. Otros, sugieren que se retire con lo ganado en el juego anterior. Uno le aconseja que duplique las apuestas. Y no faltaron los más audaces que proponen ser ellos los que dirigieran su


juego. Obviamente cada uno esperaba, si se revertía la situación, su respectiva gratificación.
Nunca supo doña Silvia, cuando los vientos dejaron de soplar a su favor. Ahora estaba pálida, sus resplandecientes ojos, ya no brillaban, le temblaban las manos. Las apuestas las ejecutaba mecánicamente. Ya no pensaba. Todo era un desastre. incluso hasta los mozos ya no eran tan solícitos, debido a la merma en las propinas. Miro a los croupiers que simulan ser simples funcionarios a los que les da lo mismo que la banca gane o pierda, en circunstancias que todos saben que no son indiferentes a los menoscabos, ya que están instruidos para custodiar los intereses del negocio.
Finalmente doña Silvia me dio una mirada sin intercambiar palabras, limitándose a encogerse de hombros. Noté que sus sienes estaban bañadas de sudor y las manos le seguían tiritando. Un llanto silencioso y triste la invadió. Era la parte visible del iceberg.
Con respecto a mí, no me queda otro consuelo que observar esta curiosa fauna de temperamentales, apasionados y extravagantes, orgullosos y ridículos, viviendo en el límite, con la adrenalina a flor de piel, que se agitan nerviosos y sobreexcitados, buscando el clímax supremo de la emoción, sufriendo y atormentándose por la fascinación de un juego que anula sus débiles voluntades, para luego abandonarse a una apatía fatalista de verse irremediablemente arruinados.
A partir de hoy yo también formo parte de esa comparsa, ya que recorro infructuosamente, las agitadas calles de Viña, procurando hallar algún interesado que quiera comprarme este reloj, en tres mil quinientos pesos, que es justo la cantidad que debo cancelar en el peaje de regreso a Santiago.








Texto agregado el 11-12-2006, y leído por 625 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-12-2006 Interesante de principio a fin, llena al lector de ese sabroso sentimiento de leer, el final brillante, eutopia
11-12-2006 Sabes mantener muy bien el interés del lector, felicitaciones. La historia, muy atractiva. Van mis *s. Otro_Jota
11-12-2006 Muy buen relato, atrapa de principio a fin! ***** AzulMarina
11-12-2006 Es un relato limpio, facil de leer, pero tiene esa parte de picardia que conviete al escrito en magico. zarsas
11-12-2006 Ameno relato y que incita a la lectura, y que refleja con estilo mordaz la tragedia del vicio y su peligro...Muy bien. elcocodrilotaimado
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