El hombre no esperaba ya nada. Su enfermiza sensibilidad y su extremo egoísmo le habían conducido hacia una mísera existencia, puesto que el infeliz temía encariñarse con alguien que tarde o temprano, sería una sombra dolorosa que oscurecería aún más su escéptico espíritu. Y así, golpeó a su puerta la verdadera amistad y el no atinó a atenderla, golpeó el amor y el lo atisbó por entre los visillos y se hizo el desentendido, más tarde tocaron a su tapiada puerta la fortuna, el optimismo y la fe y todos debieron alejarse sin remedio. La última que tocó con sus descarnados nudillos esa hermética puerta fue ella, la soberana, la que se sacia de todo y de todos y al no ser atendida, simplemente ingresó a través de los muros y con sus cuencas vacías atisbó en rededor. Se espantó de ver tanta podredumbre y desolación y salió por donde mismo había ingresado.

Dicen que el viejo se asoma de tarde en tarde a su desvencijada ventana ya que su horrorosa inmortalidad también se le ha hecho insufrible…