Después del estruendo me dí vuelta asustado y vi a Jorge tirado en el piso con el pecho bañado en sangre. Diana, su mujer, con los ojos empapados buscaba pálida ayuda. Un disparo le dió a su esposo en el pecho cuando salíamos de la oficina y sólo atiné en ese momento a arrojar mi maletín al suelo, agacharme y colocar mis manos en su pecho destrozado.
La conozco desde hace diecinueve años. Somos socios. Comenzamos juntos en la Universidad de Buenos Aires la carrera de Contador Público. No tardé mucho en enamorarme de ella, pero justo la noche en que iba a declarar mi amor, no asistió a la fiesta organizada por el centro de estudiantes. Al día siguiente ya estaba de novia con un muchacho que había conocido en el casamiento de una amiga. Seis años más tarde, se casarían en la Iglesia San Ignacio y mis esperanzas de compartir el resto de mis días a su lado se derritieron en un sí, como un balazo en el corazón.
Le entregué mi celular para que llame a una ambulancia. Su desesperación hacía imposible marcar correctamente. Entonces solté el pecho, dejando correr la sangre, y marqué. Ya era tarde, no tenía batería.
Para ese entonces, Jorge estaba inconsciente, la hemorragia estaba contenida por la presión que ejercían mis manos sobre su tórax. Dependía de mí.
Si sobrevivía ella seguiría su vida con él. Si moría, en cambio, podría llegar a tener una oportunidad después de tanto esperar. Entonces comencé a aflojar mis manos. Levanté la vista y vi su desesperación. Hice presión nuevamente. Ella se dio vuelta y buscó un taxi. Entre mis dedos la chance de ser feliz. Subimos al taxi y fuimos al hospital. Se va a morir, gritaba desgarrada. Tomé otro pañuelo y se lo coloqué en la herida. Cada vez más blanco, Jorge aún seguía con vida. Llegamos al hospital y corrió en busca de una camilla, mientras lo bajaba del taxi se escurrió entre mis dedos otro poco de sangre. El camillero se lo llevó. Ya no dependía más de mí. Al rato salió el médico. No lo logré.
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