Todo estaba preparado para ese momento, el cual nunca te dejaría olvidar...
Entramos a la habitación del Hotel, la penumbra y una música suave incitaban a bailar. Y lo hicimos, me tomaste de la cintura, me rodeaste con tus manos que comenzaban a explorar cada centímetro de mi espalda. Subiendo, de a poco, llegaste hasta el botón de mi vestido, que en segundos cayó rendido ante tus deseos.
Pusiste tu mano sobre mi cara, luego sobre mi cuello... te acercaste hasta mi boca para detenerte a unos pocos milímetros. Podía sentir la humedad de tu aliento.
Lentamente comenzaste a delinear mis labios con tu lengua, yo te respondí igual. El desenfreno iba en aumento, ya no había retorno desde ese mágico lugar... y tampoco queríamos volver.
Muy despacio me recostaste sobre la cama y fue allí donde planté bandera y me dije: “Este es mi terreno...” Entonces te rodee con mis piernas, tomé tus manos y até cada una a los barrotes de la cama, dejándote vulnerable a mi locura.
Cada movimiento aumentaba el sudor de nuestros cuerpos, nuestras pulsaciones pidiendo tregua y nuestra respiración ya era un jadeo que parecía estallar. Y de a poco, entre movimientos convulsivos y gemidos entrecortados nos fuimos diluyendo. Nuestra respiración fue haciéndose cada vez más imperceptible, nuestros cuerpos se enfriaron.
Adentro la música seguía sonando, aunque ya no podíamos bailar. Afuera, el ritmo vertiginoso ignoraba lo que había ocurrido en nuestra habitación. Cuando nos encontraron ya era tarde, nuestro pacto había sido sellado, dejamos la vida en esa noche, la última noche...
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