Finalmente encontré un lugar como los que a mi me gustan. Uno de esos asientos al final del vagón cuando uno viaja hacia Primera Junta o al principio cuando va para Plaza de Mayo.
A mi lado había sentada una pareja, ella flaca, morocha y sin mucho de donde agarrarse, pero sus ojos negros y su pelo lacio invitaba una copa de vino o un margarita en algún lugar con poca luz. El, con su corbata semi -desarreglada y el botón de la camisa desabrochado debía salir del trabajo, su traje color caqui y sus mocasines rojos presentaban un administrativo de empresa informática o un simple vendedor de electrodomésticos en Ventura. Gracias a su gran amor sólo ocupaban una parte de sus asientos, lo que me permitía sentarme más cómodamente y apoyar mi cabeza en la casilla del maquinista. Si la cena era en su casa o en la de ella fue motivo de charla durante dos estaciones, según puedo entender, a ella no le agradaba la idea de comer con su Suegro, quien le recriminaría su poca prolijidad y su trabajo como secretaria del estudio jurídico.
Delante de ellos se encontraba una señorita, de 26 años supongo, con unos anillos de oro que estrangulaban sus transpirados dedos. Lo único que puedo decirles de ella era que debía estar soñando con su jefe reprendiéndola por llegar tarde nuevamente.
Apoyada sobre la puerta, esperaba para bajar una señora con una bolsa rosa viejo de lencería de barrio. Se arregló su pelo blanco y ondulado mirándose en el reflejo que daba sobre el vidrio de la puerta. Su hermana la debía estar esperando para tomar el té y así poder hablar de su hijo que estaba en España separándose de la bruja que lo arrastró hasta allá. Las puertas se abrieron y cuando el tren se detuvo, bajó cuidadosamente para no lastimarse la cadera nuevamente. Aquella que se rompió cuando se resbaló en la cocina por no pisar al gato.
Dos señoritas que parloteaban sobre el gerente de Marketing de su importante empresa de telecomunicaciones, se sonreían continuamente mientras se sacaban los ojos la una a la otra. Hipócritas. Con el pelo ondulado y rubio, Laura de casi 29 años y con un look muy adolescente y provocativo le trataba de explicar a Julieta que con sus 21 añitos no podría seducirlo nunca, ya que a él sólo le importaba su mujer. Lo que Laura no sabía era que la pulposa lolita, ya había conseguido la atención del hombre, y que el viernes por la noche saldrían de la oficina separados para encontrarse en un pub de Puerto Madero. Tantos viajes juntos y el viernes se separarían. La excusa del gimnasio, no. Encontrarme con Facundo, mi ex-novio, eso si va a dejar contenta a Laura, pensaba Julieta y Yo asentí.
En los primeros asientos después de la puerta la noticia sobre el sorpresivo malestar de De la Rúa hacía tapa del diario que leía atentamente el Cajero del Banco Provincia sucursal centro. Después de cobrar cientos de impuestos, tomar depósitos y ver pasar miles de dólares y pesos delante de sus narices, otra vez pensaba si los $ 853 que ganaba por mes eran justos. Sus 42 años y sin anillo en el dedo anular no era el futuro que había deseado en su adolescencia. Era su realidad.
Acomodándose los anteojos, una mujer de treinta y pico, vestido azul muy largo, con el vaivén del subte tocaba tímidamente la pierna derecha del pantalón gris topo del cajero que no sacaba la vista del diario. Seguramente Mirtha, asistente de recursos humanos de una importadora más, deseaba leer los policiales que enrojecían al periódico. Una estudiante de psicología leyendo unos apuntes ocupaba otra fila de asientos más allá de la mitad del vagón.
Entonces llegué a la estación donde debía bajar. Así que desplegué mi bastón blanco, me acerqué a la puerta y cuando el tren se detuvo, alguien tomó delicadamente mi brazo izquierdo y me ayudó a descender. A ella no la vi, seguramente estaba apoyada a mi derecha sobre la casilla del maquinista.
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