Bajó de un coche con los cristales tintados en un pequeño pueblo de Alabama. Desprovisto de protocolo, sin rastro de periodistas, escoltado por dos guardaespaldas. En uno de los porches sombreados de la polvorienta calle principal le esperaba un viejo amigo; recientemente alcalde. En el ayuntamiento reunieron a una variopinta representación de lugareños. Atentos en sus sillas escucharon el discurso del recién llegado: "Como les decía, 1945 marcó para Estados Unidos un después que nos hizo creer la democracia de vanguardia. No siempre hemos sido los primeros. Ese mismo año el Infierno nos dio una lección democrática. Escuchado el pueblo, sus cámaras aprobaron una necesaria reforma constitucional. Los nuevos artículos barraban el paso a un falso político que acababa de morir. No aceptarían genocidas en el poder. Adolf Hitler tenía que convivir con ellos, pero lo desterraban por ley suprema al anonimato..." Durante años compartió comidillas de tandas de tienda en tienda, corrillos en la puerta de la iglesia, copas de sobremesa, litros y litros de cerveza en barra... John Fitzgerald Kennedy había estado allí, y un atrevido conciudadano había alzado la mano para preguntarle: "¿Realmente es tan bonita?"