Tambaleo. Vacilo. Tiemblo. Me detengo. Camino por el pasillo con dirección al baño. El dolor de cabeza es muy fuerte. Consigo encender la luz. Me siento sobre el inodoro y con la mano ensangrentada logro sacarme las medias. Una gota de sangre roja cae sobre el piso cuando me extiendo a abrir la ducha. El dolor se hace cada vez más fuerte, el mareo y las nauseas me desmoronan. Tomo la toalla de mano y me seco la cara, dejo caerla al piso con evidentes manchas de sangre. Me saco el pantalón, me quito el calzoncillo y la camisa que también presenta máculas de sangre. Tomo nuevamente la toalla y vuelvo a limpiarme, me pongo de pie y entro en la ducha. El agua cambia su tinte cristalino por uno más rojo. Paso un rato en la ducha. Algunas fuerzas ya recuperé. La hemorragia ya paró. Me siento nuevamente sobre el inodoro envuelto en el salto de baño. Mi respiración vuelve casi a la normalidad. Me pongo de pie frente al espejo empañado y con la mano comienzo a limpiarlo viendo en el reflejo dos profundos cortes, uno en la ceja derecha y el otro en la mitad de la nariz. Camino hacia la cocina, abro el tercer cajón y saco un repasador. Tomo hielo del freezer, lo envuelvo en el repasador y vuelvo al baño parándome frente al espejo tratando de recordar lo sucedido.
- “Claudio te comunico a Agustina”. La voz de mi secretaria al teléfono.
Agustina presentaba un timbre de voz conocido, el mismo que recordaba el día que la conocí hacía ocho meses atrás. Sabía que algo andaba mal. Prendí un cigarrillo. Pregunté, traté de despreocuparla pero su voz no cambiaba. Quedé en pasarla a buscar, pero ella insistió que no. Entre miedos e incertidumbres intenté disuadirla para encontrarnos, pero era en vano. Todas las respuestas negativas provocaron un malestar mayor despidiéndome fríamente con una mezcla de impotencia y bronca contenida. Prendí otro cigarrillo. Al rato sonó mi celular, el identificador de llamadas decía reservado, y atendí sabiendo que podía ser nuevamente Agustina que llamaba desde su oficina. El tono de voz era el mismo, pero sus disculpas me dieron un cierto alivio a la tensión generada, y esta vez, aceptó la invitación a tomar algo después de la oficina.
Dos horas interminables y más de siete cigarrillos transcurrieron hasta el encuentro en el lugar acostumbrado. Un antiguo petit hotel de barrio norte remodelado en forma de restaurant y bar de tapas era mi lugar después del trabajo. A veces para reunirme con amigos, y otras veces para compartir un rato con la mujer que amaba. Y por fin llegó. Pedí otra copa de vino tinto y un agua con gas para ella. Otra vez su mirada estaba llena de lágrimas y su voz se cortaba al hablar.
Al salir a almorzar se encontró con su expareja, me contó. Una historia de nunca acabar. Prendí otro cigarrillo. Nunca sospeché de ella, pero siempre aparecían entre nosotros los fantasmas de su pasado. Y se presentó lo inevitable. Un repentino y no deseado adiós. “- Necesito tiempo. No quiero verte por un tiempo. No quiero hablarte...” Intenté detenerla y decirle que se calme, pero ella no entró en razón y se fue rápidamente sin despedirse.
Entre el asombro y la angustia de perder la persona que me hacía feliz, pedí otra copa de vino y era la tercera. Todo a mi alrededor era alegría y por dentro vivía la tragedia. Tomé el celular e intenté ubicarla, pero atendió el contestador y no me atreví a dejar mensaje alguno. Así pasaron los minutos e intentando comunicarme pedí una y otra copa más... De repente sonó mi celular, pero el deseo de escuchar la voz de Agustina se desvaneció al reconocer a mi madre que me dio la noticia de mi hermana embarazada nuevamente. Disimulando el dolor, puse un coto rápido a la comunicación. Pedí la cuenta, saqué de mi bolsillo interno del saco la billetera y un sobre que contenía un anillo comprado en una feria de Palermo. Pagué, guardé la cuenta el encendedor y los cigarrillos y junto a la propina dejé el anillo.
Al salir me dirigí hacia la calle córdoba y comencé a caminar hacia la casa de ella. En el trayecto compré un atado de cigarrillos e intenté alcanzar un colectivo sin mucho esfuerzo. Al cruzar la avenida Pueyrredón tres jóvenes me pidieron una moneda. Me negué. Luego me pidieron un cigarrillo y nuevamente me negué. Al pedirme fuego, me detuve, y con tono desafiante les dije que no tenía dinero, ni cigarrillos. Di media vuelta y seguí mi camino. A medida que pasaban las cuadras marcaba en vano el número de Agustina, pero seguía sin aparecer. Así llegué a la esquina de su casa, en Córdoba y Billingursth, doblé hacia su departamento pero al ver las luces apagadas, volví a la esquina y me senté en el bar junto a la ventana.
Un mozo se me acercó, pedí una cerveza y encendí otro cigarrillo. La angustia, el alto nivel de alcohol, los cigarrillos y la televisión encendida con una placa roja de Crónica TV sobre otra noticia trágica de secuestros en la ciudad no era lo que tenía pensado para ese lunes. Pasaba el tiempo y se consumían los cigarrillos, cuando de repente la vi. Estaba por cruzar Córdoba cuando salí corriendo para interceptarla. El mozo salió tras de mi y cuando éste último me gritó que me había ido sin pagar, ella me vio y se quedó paralizada en el medio de la avenida. La luz amarilla del semáforo se desvanecía y se acercaban los autos, arrojé el único billete que tenía en el bolsillo mientras cruzaba por la avenida a toda prisa. Atiné a arrojarme sobre ella y caímos rodando hasta cerca del cordón.
Vuelvo a mi habitación con un profundo dolor... miro a mi alrededor y veo la mitad de la cama arrugada, la lámpara, el reloj, la foto de Agustina y los libros que generalmente están en mi mesa de luz se encontraban desparramados por el piso. Los zapatos en su lugar, el saco y la corbata están colgados en el perchero. Vuelvo a mirar sorprendido. Tomo mi saco, meto la mano en el bolsillo, extraigo un cigarrillo y lo enciendo. Todo es muy confuso. Gotas de sangre en el filo de la mesita de luz y en el piso se dirigen hacia el baño. Busco la cuenta del bar en otro bolsillo, y saco un sobre que contiene un anillo comprado en una feria de Palermo.
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