Para Elia, siempre
23/01/06
Le dediqué una sonrisa de mil vatios.
Ella me la devolvió multiplicada.
Sus sueños y los míos se envolvían, corrían juntos en ese instante.
Ya era tarde. Fuera había ido oscureciendo mientras las dos hablábamos sentadas en una de esas incómodas sillas azules de la sala de espera de los hospitales.
Estábamos en uno.
Desde hacía varias semanas nuestra casa se había convertido en esa. Una habitación con paredes blanquecinas, con dos camas, con una compañera de habitación desconocida, llena de artilugios, cables, dos sillones reclinables negros, un cuarto de baño y largos pasillos, atestados por la mañana pero tremendamente vacíos al caer la noche.
Estaba nerviosa. Por eso no dejaba de sonreír.
Me gustaba estar con Azul. Algo crecía en mi interior a medida que mi amiga se iba desenredando. Esa tarde nos despojamos de muchos de nuestros miedos y de nuestro pasado. Nos sinceramos de tal forma que parecía cómo si estuviéramos desnudas una frente a la otra. No había nada que ocultar. Esa complicidad, esos gestos de cariño y esa dulzura se detuvo esa tarde, para agrandarse mientras nuestra conversación avanzaba.
Estábamos sentadas. Una al lado de la otra. Nuestros cuerpos oblicuos hacía la otra tentaban con tocarse ante cualquier movimiento.
Compartíamos asiento.
- Venga, Azul. Canta conmigo – dije yo divertida. Esa niña me daba tanta seguridad… Me dispuse a entonar una de las canciones de mi grupo favorito.
No sé si aún me recuerdas
Nos conocimos al tiempo:
Tú, el mar y el cielo
Y quién me trajo a ti…
Azul sonrió. Por primera vez en toda la tarde vi que sus nervios se habían esfumado y que volvía a divertirse conmigo. Dejé de cantar y empecé a reírme con ella. Me gustaba sentirme así.
Azul me puso una mano en el antebrazo y, ¡guau! no sabes lo que sentí cuando lo hizo. La bajó hasta mi mano, con una suave caricia que puso mis bellos de punta.
Me puse colorada.
- Odio esto… - comencé a decir. – Odio ponerme roja.
- A mí me encanta. – afirmó Azul. – Eres preciosa. – Dijo bajando la mirada.
Volví a sentir con más fuerza que en toda la tarde su vergüenza. Sabía que lo decía de verdad. Mis mejillas ardían.
- ¿Yo? Para nada… - dije sorprendida. Azul asintió. No, no era guapa, de eso estaba convencida. No, no me gustaba enrojecer por nada. Me hechizaba la palidez casi mortal que, en contadas ocasiones, mi piel gozaba. Nuestras miradas se cruzaron. Sentí una chispa que las eclipsaba. No entendía porqué me sentía así. – ¡Tú si que eres guapa! – acerté a decir. – No me gusta que los demás se percaten de mi nerviosismo o timidez por esto…
- Pues es bonito. Al menos para mí.
Vi a Azul acercarse a mí. Me dio un beso en la mejilla izquierda. Fue maravilloso. Nuestras manos seguían unidas. Nos quedamos en silencio unos minutos.
Esa tarde nos mirábamos cerciorándonos de que la otra no estuviera mirando. Cuando nuestros ojos se cruzaban, sonreíamos con timidez y apartábamos la vista unos segundos para volver a posarla en la otra después. Se convirtió en un juego de complicidad.
Yo precisaba verla.
Y Azul necesitaba mirarme a mí. Era una especie de posesión.
Unos minutos después, nos levantamos para volver a nuestras respectivas habitaciones en el hospital.
Nuestras manos unidas. Silencio. Sólo se escuchaba el leve crujir de nuestros pasos. Y esas miradas y sonrisas… La vergüenza seguía presente.
Esa misma mañana Azul había desenterrado el secreto. Llevaba tiempo guardándolo. Yo quería saberlo. Dentro, muy dentro de mí ya lo entreveía pero nunca hubiera imaginado que me lo iba a confesar y que iría dirigido a mí.
Al oír la palabra Amor, mis ojos habían pasado de ser puertas cerradas a abiertas, habitaciones oscuras por donde yo quería viajar personalmente.
Necesitaba saber tanto de esa chica. Una pregunta me inquietaba: ¿Cómo podía gustarle?
De pronto mi ánimo subió mucho. Me sentía confundida y realmente sorprendida. Nunca me había pasado. Ni siquiera con un chico. Nunca de esa manera.
Paseando rumbo a nuestras habitaciones, llegamos a la escalera, en silencio y cogidas de la mano. Reíamos alegres mientras intentábamos subir los escalones primero de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro… Azul era capaz de hacerlo hasta de cinco en cinco. Yo, más débil, no era capaz de hacerlo, pero me gustaba mirar cómo Azul reía alegre mientras lo hacía. Sabía que no le gustaba andar mucho y que prefería subir en ascensor, que lo hacía solo por mí. Era tan bonito que lo hiciese solo por mí.
Su mente era un torbellino, la perspicacia que le caracterizaba la había abandonado. Mi mente daba aún más vueltas que la suya. Tenía tantas preguntas sin respuesta…
Empecé a cantar de nuevo. Para olvidar esos pensamientos.
Háblame de algo más, todavía no me quiero marchar.
Quiero saber de ti esas cosas que nadie sabe,
Quiero llegar más allá.
- Yo no podría hacerlo… Me da vergüenza. – dijo Azul.
- ¿Tú? ¿Vergüenza? Yo si que soy tímida, tía…
- Bueno, no creo que lo seas tanto. ¿Cantar delante de la gente? Uff, jamás.
- ¡Venga, canta conmigo! “Lluvia cae. O sea me mojo. Lentamente sobre mí. O sea despacio. Qué más da. O sea da igual…” – Dije mientras la cogía por la cintura animándola a que me siguiera.
Azul empezó a reírse a carcajadas. Su risa me contagió.
Nadie nos detuvo, pese al gorjeo de nuestras risas cuando llegamos al umbral de los ascensores, que daba a las habitaciones donde dormían los pacientes enfermos y sus familiares.
Entrada la noche, el aire sobre los hospitales parecía llenarse de almas. Cómo si todo el mundo allí tuviera algo que callar, un secreto que guardar en la oscuridad aplacada por los pasillos con luz.
Fue esa noche cuando me di cuenta que quería contarle mucho más, ir más allá con esa niña de los ojos raros y el pelito rubio, adentrarme en ella. Porque la amistad y el amor se pueden mezclar. Es real y cotidiano, más de lo que pueda parecer. Es como una flor o como el sol, no pueden contenerse.
Nos detuvimos en la puerta que comunicaba las escaleras con los ascensores. Nuestras miradas se cruzaron una vez más. Vi cómo los ojos de Azul brillaban con fuerza pese a ese atisbo de tristeza que me recordaba porqué estábamos las dos en ese lugar. Sus ojos eran de un gris azulado que estremecía a cualquiera. Preciosos.
Sin pensarlo, me acerqué a ella y la abracé. Azul y yo nos quedamos quietas mientras el contacto con nuestros cuerpos se hacía más intenso.
Yo tenía cada vez más calor. Me sonrojé una vez más. Al separarnos sentí cómo la mirada de azul se detenía en mis labios.
Aprecié como el cuerpo de Azul volvía a inclinarse hacia mí. Tuve miedo. Me cogió la mano y me la apretó.
- ¡Me debes dos besos! – dijo ella sonriendo. Luego se puso seria.
- ¿Enserio? ¿Y qué me das tú si te los doy? – dije riendo. Sabía que bromeaba. – Venga, cómo te has portado bien, te doy uno.
Mis labios se acercaron lentamente a su mejilla. En ese momento subió una enfermera por la escalera y Azul giró la cara. Nuestros labios se rozaron débilmente. Nuestros cuerpos se estremecieron. Yo me sentía mareada, sumergida en la ola de mi primer beso con una chica, cuando apareció esa mujer. Me aparté. La enfermera nos acuchilló con la mirada. Nos quedamos inmóviles hasta que desapareció de nuestra vista.
Nuestro primer beso fue algo así cómo fortuito: un bonito arco iris de aura que apenas se llegó a sentir.
Llegué a querer a Azul mientras nos conocimos en mi ingreso en el hospital. Sintiendo de una manera que nunca podría explicar.
Niñas raras que nos habíamos encontrado en el momento más extraño y complicado de nuestras vidas. Para hacernos compañía mutuamente.
Puede que mi deseo hacia ella en las próximas semanas fuera más allá de darle un beso, coger sus manos, acariciar su piel, descubrir su vida, comprender su mente, su corazón, su pasado, presente o futuro.
La necesitaba.
Con ella me sentía protegida de cualquier mal.
Puede que quisiera desaparecer dentro de ella para no alejarme jamás de su lado.
Esconderme.
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