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Ahora que me estoy poniendo viejo y a veces me cuesta dormir, en vez de contar ovejitas, me entretengo repasando mentalmente algunos hechos relevantes que me han ocurrido en circunstancias y lugares insólitos.
Explicar lo que voy a contar creo que no es difícil. Juzgarlo es otra cosa.
Esa mañana, como de costumbre, llegué atrasado al banco que se disponía a recibir a los rezagados contribuyentes en el último día.
De modo que se formaron interminables filas de nerviosos y apretujados imponentes.
Había transcurrido una hora y la hilera no avanzaba.
Como a las once, la columna hizo un primer avance importante, efectivo, de casi cuatro metros, lo que fue celebrado con aplausos y risas. Fue en medio de esos avatares que la divisé. Estaba fuera de la fila, tiñendo de irrealidad ese espacio burocrático. Pese a sus años, a juzgar por sus nacientes canas y sus arrugas recién instaladas, mantenía aún la prestancia de heroína. Sus grandes ojos claros, contrastaban con su piel morena. Después de explorar hasta su sombra, decidí abrirle un pequeño hueco a mi lado, teniendo el cuidado de no rozarla. Estaba tan cerca de ella que creo que percibió el inconfundible olor de mi timidez
Sorpresivamente, en un momento en que la fila consigue un intempestivo nuevo avance y todos nos atropellamos y quedamos nuevamente apretujados, fue que la sentí por primera vez, suavemente, acoplar sus formas a las mías. Al parecer esa postura no le incomodó. Al contrario, ella se esmeró y dándose vuelta me regaló una hermosa sonrisa, como diciéndome: usted es bajito, pero bastante desproporcionado. Mi silencio aprueba su reciente descubrimiento. Sus prendas eran tan finas y delgadas que comienzo a sentir nítidamente, los mínimos detalles de sus formas, de sus pliegues y repliegues, de sus cachetes redonditos y palpitantes, de su textura, de su trama, incluso hasta su temple. De
seguro, ella también va sintiendo mi escabrosa transformación, mi persistente |metamorfosis y de como me voy suspendiendo en el aire, demarcando mi territorio. Se da cuenta perfectamente que mi batalla está semi perdida y que no encuentro la fórmula de inhibir o detener el normal decurso de mi libido, por lo que se esmeraba discretamente en acomodarse a una posición digna, acorde a las circunstancias. Me vi dando excusas que nadie espera ni acepta. Miré para todos lados, disimulando una enternecedora indiferencia. Sentí cerca de mi oreja su respiración ahogada.
La fila tuvo un nuevo y leve avance, lo que ella aprovechó primorosamente para reacomodarse junto a mí, pero esta vez, añadiéndole una ligera variante, es decir, una grácil y artística declinación corporal, movimiento casi imperceptible para el resto, pero para mí, con consecuencias fatales, acelerando con esto desahogar mi reprimida anatomía y dejando al minotauro desbocado, expuesto a un insubordinado y loco arrebato. Sus suspiros de felpa aún suenan en mis oídos Ya en franca complicidad, se da vuelta y me mira nuevamente, como diciéndome, por favor,... acércate más...no te alejes, total....ya estamos embarcados y embalados en esta desvergonzada aventura. Intenté zafarme. Fue inútil. Me esfuerzo en complacerla debatiéndome entre el decoro y la tentación. Sentí su piel empapada y yo mis manos pegajosas. Y en un postrer aliento, cerrando los ojos por última vez, me voy, me hundo, me muevo como un péndulo, vacilando a ratos, para luego volver a orientarme, alzándome en esa ardiente tempestad. A jugarse la vida como un torero, me dije. Empeñados en nuestro lujurioso jueguito no nos percatamos que hacía rato la columna había tenido un considerable avance y repentinamente habíamos quedado distanciados del resto, solos, abandonados como en un oasis, en medio de la fila. Era la parte visible del iceberg. Todas las miradas se clavaron en nosotros, que a esas alturas no estábamos unidos, sino prácticamente pegados, adheridos, sin poder zafarnos. Con ingenioso y provocador desacato empecé lentamente a aflojar. Con elegancia creía yo. Al verme sorprendido en esa posición, hago un gesto estúpido con las manos, análogo al que hacen los futbolistas, cuando intentan proteger sus intimidades, actitud que delata aún más mi ridícula postura. La vergüenza de mi traspié no es nada comparable con la condición de ella, que una vez liberada salió disparada con la cabeza escondida entre las manos. Mientras se alejaba, me alcanzó a regalar su hermosa mirada de mujer madura. La mayoría de las mujeres
la quedaron solidariamente observando, con silencio y respeto. Algunas seguramente, con envidia, y otras con un cierto dejo de nostalgia. Entre tanto, yo permanecía ahí, anclado, sin atinar, como lo hacen todos los cobardes, con la sensación de que nunca más la volvería a ver. Jamás podría indagar su historia circundante y decirle que aún era atractiva, que se las jugó no más, que el amor es así, se da o no se da.
Nunca le podré expresar que lo que hicimos fue maravilloso, que lo podríamos haber repetido, incluso perfeccionado, pero en otro escenario más ad hoc y obviamente, sin la comparsa de esos lascivos voyerista
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