Se ama la furiosa batalla de emociones que se desata en nuestros corazones, cuando la sola proximidad del ángel dueño de nuestro amor nos atormenta.
Se ama el brillo en sus peligrosas miradas y el dulce sonrojo de sus mejillas.
Se ama más que nunca el cantar de los pájaros, el brillo del sol, el soplar del viento y el oleaje del mar.
Se ama su rostro en el rostro de la gente, su voz apaciguada y suavemente deslizada entre sus labios.
Se ama a todo el mundo a través de ese ángel, de ese ángel que es uno y lo es todo.
Se ama su aroma, la suavidad de su piel, y el temblor de nuestras manos de sólo pensar en profanarla.
Se ama el mundo, se ama el amor, se ama todo lo que rozamos con nuestra mirada, porque en todo lo que vemos está ese ángel.
Se ama su ausencia tanto como su presencia, puesto que en nuestros recuerdos vive siempre a nuestro lado.
Se aman las horas de sueño, en que vive en nosotros tan cercano como si fuese parte nuestra; de la misma forma que se aman las horas de vigilia, en que su imagen se mantiene tan lívida en la memoria como si estuviese siempre presente.
Se ama la embriagadora calidez que nos inunda todo el tiempo y el cosquilleo en nuestros labios cuando ansían besar.
Se ama el sentirse vivo y lleno de energía, débil y poderoso, dueño del mundo y esclavo del amor.
Se ama con locura y desesperación, con agonía y con dolor, se ama con dulzura y sutileza, con fuerza y con pasión.
Se ama todo y se ama nada, la vida y la muerte, la tormenta y la calma, y en todo su esplendor.
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