Querida diabetes:
Después de 11 años “soportándonos” he decidido escribirte esta carta en esta ocasión tan especial… Ya son muchos años, y aunque casi nunca nos hemos entendido me apetecía contarte como han sido estos casi 11 años junto a mí.
Apareciste como la primavera, justamente un 22 de marzo, cuando yo apenas era una ingenua niña que no sabía nada de ti, siempre había sido una niña sana, sin problemas de peso, que llevaba una alimentación sana y equilibrada y comía bien, con padres comedidos que no me dejaban comer a deshoras o de malas maneras. Tenía 9 años recién cumplidos. Metafóricamente “floreciste en mí”…
La verdad, es que en un primer momento no me importaste demasiado, sabía que estabas ahí pues dejé de comer dulces y me empezaron a pinchar insulina, pero nada más. No me dabas mucha lata. No me sentí diferente, aunque mi madre, tan sobre protectora como siempre, me impedía ir a las excursiones del colegio y eso si que me diferenciaba del resto.
Poco a poco me dejaba hacer más cosas, iba a alguna excursión, a los cumpleaños de mis amigas, salía al cine, a dar un paseo…
Nuestra relación fue difícil en un principio… y después del principio… también “cada tanto”… Desde pequeña intentaba tenerte perfecta, te mimaba, te cuidaba para que no me dieras ningún susto. Pero tú, de vez en cuando, si que me los dabas, pese a todo mi esfuerzo por mantenerte en optimas condiciones. Entonces no me quedaba otro remedio que ponerme a llorar. ¡No te entendía!
En esos momentos te convertías en mi enemiga. No podía entender lo cruel que podías llegar a ser. Esa dulzura empezó a matarme en la pubertad, con 12 años. Mis hormonas revolucionadas empezaron a hacer de las suyas, y tú no ibas a estarte callada, ni mucho menos. Saliste a la luz y te rebelaste contra mí, esa “amiga”, esa niña que tanto te había cuidado, que tanto te había mimado, que no había permitido que nada te dañara.
Y ahora, ¿cómo me lo pagabas? ¿Haciéndome daño? ¿Haciéndome sentir culpable cada vez que estabas alta? ¿Haciéndome llorar cada vez que no lograba controlarte de ninguna manera? ¿Provocándome una ansiedad aterradora?
Y entonces me rebelé contra ti, sí, así es. Tú no ibas a fastidiarme la vida, no, de eso estaba segura. No me iba a dejar intimidar por algo que ni tan solo podía ver, pero que, sin duda, podía sentir. Quería fastidiarte por empezar a hacerme la vida imposible cuando yo te había dado toda mi atención hasta ese momento.
Creí pensar que iba a ser más fuerte que tú, pero no caí en la cuenta de que “tú eras para siempre” y que por lo tanto no había manera de vencerte, de que tenía la batalla perdida desde el mismo instante en que la declaré.
Entonces empecé a comer más de lo habitual, aunque seguía controlándome poniendo más insulina de la que tocaba y haciendo algunas “trampas” cuando iba al médico y me preguntaban. Los análisis empezaron a empeorar y yo decía no saber el motivo. Mi endocrino lo achacaba todo a la pubertad y, en cierto modo, era cierto.
Empecé a subir de peso, en poco tiempo. Y empecé a verme con otros ojos cada vez que me veía al espejo. Era delgadita y ahora mis muslos, mis caderas, mi trasero, mi tripa, todo se redondeaba. Dejé de verme delgada, ahora solo podía ver una cosa: una chica gorda, gorda, gorda. No podía ver esas curvas como algo natural, femenino. Quería volver a ser esa niña delgadita que un día fui.
En aquel momento, empecé a restringir alimentos de mi dieta, sin consultar con mi médico. Y tú, compañera, no te callaste y seguiste como hasta entonces, no. Tú, de nuevo, te quejaste. Me provocabas unas hipoglucemias que no me dejaban vivir. Una ansiedad terrible recorría mi ser. Tenía miedo de salir sola a la calle, de hacer ejercicio, de comer, de ponerme la insulina… Empezaron las pesadillas que me dejaban exhausta. Empecé a no ser yo misma. Cada vez restringía más los alimentos que tomaba. Intentaba tomar zumos y frutas para no tentar a las bajadas. Y podía pasarme 4 días sin comer, solo a base de zumos de frutas, hasta que llegaba la hipo y me atiborraban a dulces.
¿Cuánto podía haber engordado en esos minutos de inconciencia? La pregunta me torturaba. Todo el esfuerzo echo durante días, tirado a la basura. Mi madre, mis amigas, mis profesores, mi familia y mis compañeros empezaron a preocuparse por mí, empezaron a controlarme. Fuera donde fuera me sentía acorralada, angustiada, me asfixiaba.
Parecía una relación AMOR-ODIO, de la que solo distaba “un paso”… pero lo que si quedó claro desde un principio es que se produjo un hito en mi Historia de vida… Lorena se vio trasformada por ti, y siempre lo repito: GRACIAS A TI SOY LA QUE SOY.
Adelgacé pero no me parecía suficiente. Las constantes hipoglucemias que me provocabas me dejaban hundida, tanto por el hecho de haber engordado como por el dolor físico que me procurabas. Me seguía viendo horrible y tremendamente gorda en el espejo, en mi propio espejo.
Entonces, después de pasar tanta hambre y de acostumbrar al estómago a su no-alimentación, vino el paso contrario. Un día en el que la ansiedad no me dejaba tranquila cogí y empecé a comer todo lo que pillé. Después del atracón me sentí tan sucia, tan hinchada, tan culpable por lo que había hecho, que me encerré en el baño y, por primera vez, vomité.
Me resultó repulsivo pero pensé que, si había podido una vez, podía hacerlo siempre que quisiera y así no tendría porque pasar hambre.
Sin darme cuenta de la rapidez con la que se impuso esa costumbre, comencé a vomitar a escondidas después de las comilonas que me pegaba, por miedo a engordar, por miedo a que mis glucemias se descontrolaran. Pero nadie parecía advertir que yo vomitaba cada vez que comía.
Nunca la existencia me había parecido tan desesperada y gris. Tú, compañera, seguiste a mi lado, pero yo parecía haberte olvidado. No te hacía el más mínimo caso, prefería estar delgada a cualquier otra cosa. Ya no me importabas lo más mínimo.
Los atracones y vómitos se sucedían. Los análisis del endocrino, ya que la glucemia no me la media por miedo a que la maquinita explotara, eran cada vez peores. Y mi peso subía y bajaba, como por arte de magia.
Dejé de ser yo misma para convertirme en una esclava de mi cuerpo, de mi propio físico, de mi peso.
Luego, volví a acordarme de ti, pero en este caso, aún pretendía hacerte más daño, si cabe. Los vómitos ya no eran tan efectivos, ya no lograba adelgazar. Entonces dejé de pincharme la insulina, mi única forma de vida. Hasta agonizar, hasta que los vómitos y tú misma me recordabais que si no me ponía la insulina me moría.
Y volvía a controlarme durante unos días para volver a incumplir las normas cuando volvía a engordar.
Tenía ya 17 años, ya no era una niña. Empecé a verme de diferente forma en mi espejo y volví a quererme un poco más. Esta situación me estaba matando, no quería seguir soportando para toda mi vida tres enfermedades que se complementaban. Y que tú, eras la más peligrosa.
Como en toda relación afectiva, hemos sido amigas, nos hemos peleado y hemos ido cada una por su lado… hemos sido cómplices (aunque yo siempre llevaba las de perder) y cuando me mentía a mi misma, ¡tú siempre aparecías para recordármelo!
Contigo aprendí que solamente YO puedo ocuparme de mi vida… que nadie más lo hará ni podrá hacerlo… que nuestra buena convivencia parte de un montón de normas y preceptos que debemos respetar para después gozar de los beneficios.
A través tuyo descubrí que la vida podía tener otros matices, que yo misma podía siempre MÁS… hasta crecí espiritualmente, buscando respuestas a mis preguntas y acercándome a mis propios límites, que sí, contigo, llegué a tocar fondo.
Experimenté… Sentí… Lloré… Me equivoqué… Me seguí equivocando… Aprendí… Revertí… Compartí… ¡Cuántas emociones me hiciste sentir!
No voy a decir que todo lo que he aprendido junto a ti es malo, porque ni mucho menos es así. Alguna enseñanza tenía que encontrar en la vida que me explicara el sentido de mi enfermedad.
Y creo que algún día encontraré esa enseñanza, y también puedo decir que sigo encontrando enseñanzas a través tuya, pues gracias a ti crecí interiormente como persona, me sensibilicé con la esencia y el padecimiento de una enfermedad crónica que afecta a tantas personas en el mundo, y sobre todo, a tantos niños y jóvenes como yo, y que marca un camino en cada uno. Aprendí a no menospreciar el padecimiento de nadie por pequeño que a nosotros nos pueda parecer.
Junto a ti, y a mi madre he aprendido mucho. Ella siempre ha estado a nuestro lado. Pendiente de cómo nos sentíamos, de cómo estábamos. Preocupada muchas veces. ¡Cuantos quebraderos de cabeza le hemos dado! Por ella somos lo que somos. Sin ella, no seguiríamos aquí. Juntas de la mano. Cuando los que más nos quieren nos miran a los ojos y son capaces de ver cómo va NUESTRA VIDA y NUESTRA DIABETES!!
Hoy vivo en España, donde pasa el 22 de marzo sin que lo note… Pero tengo que agradecerte algo más AMIGA DIABETES, gracias a ti, han florecido nuevas flores, nuevos amigos que se han sumado a mi corazón, algunos con rostro conocido y otros aún no, muchos ya marcan mi vida y se mezclan en las conversaciones que entre tú y yo, a veces intercambiamos sentadas tomando un café con sacarina…
SIEMPRE “ESTAS EN MÍ”… CON CARIÑO, LORENA
|