Era octubre. Isabel había vuelto de la Complutense en Madrid para las vacaciones. Su casa, en la cual creció, estaba más o menos intacta. Todavía se oía el continuo trino de los cuervos de que se acordaba de su niñez. Mientras vivía su padre, los dos solían andar por los profusos senderos que parten el soto; así aprendió los nombres de muchas de las aves que habitaban la propiedad.
Al haber comido parte del bocadillo que se había comprado en una tienda cerca de la estación de tren, le saludó a su madre quien se hallaba en un balancín en el jardín trasero. Ella no había cambiado. Entró de nuevo en la casa y le saludó a la sirvienta quien se ocupaba de los platos en la cocina.
Aquella noche, Isabel se encontró bien aburrida y, a la vez, fastidiada. ¿Por qué había vuelto? Sabía que no habría nada nuevo, nada diferente. Suponía que quiso estar con los árboles y los pajaritos escondidos en ramas fuertes y compasivas. Quiso recorrer aquellos senderos que añoraba tanto. Empezó, entonces, a pensar en su padre, cuya presencia siempre se marcaba en la casa. Él había sido la única persona a quien de joven tenía. La madre de Isabel nunca había permitido que sus amigas escolares vinieran a casa. Al menos había tenido la suerte de ir a la escuela. Tal vez se hubiera parecido a su madre, figura reclusa, insociable e ignorante de todo fuera de su casa. Nunca lo había descifrado de seguro, pero creía que fue por eso que su padre se suicidó. Aunque la amaba mucho a su esposa, eran muy distintos.
Por la mañana, Isabel se encontró divagando por uno de los senderos. Cosa extraña, no podía recordar por qué ni cómo estaba allí. Se acordaba de la noche anterior en su cuarto cuando pensaba en su padre, pero no de acostarse ni de despertarse, ni de ver a las otras dos. No obstante, gozaba en la verde espesura de sus alrededores y en el incansable cotilleo de las aves, que convocaban en lo alto del bosque.
De pronto el día se terminó e Isabel retornó a casa. Las tres cenaron juntas. Después de años de soledad, la madre de Isabel ya no tenía objeción a que la sirvienta comiera junto a ella, quien, después de todo, era muy amable. Sin embargo, nada se dijo durante toda la cena. La madre casi nunca hablaba después de la muerte de su marido, mientras Isabel pensaba contentamente en el ritmo con el cual le habían cantado los diversos sonidos de la selva.
Después de la cena, la madre de Isabel fue a su cuarto de arriba para dormir. Isabel se quedó sentada.
—¿Fuiste a algún sitio anoche?
—¿Yo? No.
—Oí a alguien salir. Por la puerta trasera.
—Pues no fui yo…mi madre, tal vez.
—Tiene costumbre. Come y se acuesta. Todos los días. Usted lo sabe.
Acto seguido Isabel también se fue a dormir. Pero no pudo. Quedó despierta, apoyada en el respaldo de la cama. Pensó en la muerte de su padre de que se acordaba bien. Cuando se suicidó, ella tenía quince años; él, cuarenta. Se había ahorcado en un árbol, no lejos de la casa. Ella fue quien lo encontró, por la tarde, al regresar de la escuela. No podía decirle a nadie, había pensado, y lo dejó allí, oscilando por una cuerda fina, hasta que lo encontró la sirvienta tres días después. Lo había amado muchísimo, se acordó, quizás más que a su madre, más que a los pajaritos, ambos que nunca estaban al alcance. Pensó por un momento que posiblemente su madre no lo amaba y por eso se suicidó. Pero de pronto se negó:
—No puede ser. ¿Por qué no nos dejó solitas, pues?
Se despertó el tercer día con desasosiego. Tenía ganas de ver de nuevo el lugar donde se había muerto su padre. Ya en el exterior, se marchaba en la dirección del árbol fácilmente reconocible, donde una fracción de la cuerda, de demasiada altura para el alcance de una sirvienta, permanecía.
Isabel dio unos saltos pretendiendo tocar la cuerda, pero no tuvo éxito. Encontró asiento en un tronco marchito y allí quedó pensando durante una hora. Pensó por unos minutos en el suicidio y después en el feliz canto de las aves. Luego pensó otra vez en la muerte, cuando de repente le vino una idea tan chocante como despreciable:
—¡Por supuesto! —se murmuró. —Nunca lo amó. Aún no me quiere a mí. —Su voz se diluía por el canto de las avecitas. —Fue su culpa, ¡La perra!
Aquella tarde le confrontó a su madre con su realización. Ella se ultrajó; de pronto comenzó a llorar. Gritó:
—¿Por qué has hecho eso? Todo es un juego para ti, ¿verdad?
Intervino después la sirvienta: —La oí salir otra vez, señora.
—¿Anoche?
—Sí.
—Pues así es. Vas a venir cuando quieras y acusarme de todo, como si no sabes nada de nada. Pues, no quiero que siga nada de esto… ¡Que tú vayas ahora mismo y nunca vuelvas! ¡Tú tienes la culpa de todo lo infernal en esta casa!
—¡Madre, por favor! Siempre he sabido lo que ha hecho a él. Usted lo llevó al decaimiento. ¡No lo amaba por nada! ¡Por esto se mató!
—Isabel, Isabel, entiende. Tú lo mataste. Tú. Acuérdate de esto para siempre y no vuelvas aquí… ¡Por favor!
—No sé, madre, pero veo ahora que usted tiene la culpa, madre. Madre, pregúntele a ésta. Fue la que lo encontró en aquel árbol por atrás. Le dijo él mismo que usted lo había matado con la navaja de cocinar. Mire, con ésta. ¿Es que no lo recuerda? ¡Aún queda roja! ¿No es verdad?
—Isabel, por favor. No la toques.
—¡Fue con ésta!, ¿verdad?... ¿verdad?
Sarcásticamente, —Sí, mujer, con ésta, pero tú, la que apuñalaste. Suéltate, Isabel.
—Sí, madre. La dejaré aquí, al oírte confesar y al verle arrodillar.
Sollozando, —Vete de aquí, Isabel.
—Madre, ¿nunca se arrepiente? ¿No siente nada? Me imagino que fue terriblemente espesa la bella sangre que fluyó de él. Todo sobre su camisa blanca, ¿verdad?... ¡Qué dolor debió sufrir con este desafilado cuchillo!... Madrecita, ¡muy mala!
Finalmente la sirvienta la arrestó y la llevó de nuevo a la estación de tren. No resistía. Ya se había olvidado de todo. Cuando Isabel se había embarcado, la sirvienta se sentó por un rato en un banco de hormigón. Sacó una sonrisa al ver una avecita saltando a la pata coja. |