—Abuelito, abuelito, dime otra vez el cuento. Dicen los otros que no creen.
—Bueno, m'hijo, siéntate y te lo diré otra vez…

Ocurrió entonces cuando tenía tu edad; me acuerdo muy bien. En el momento en que pasó, estaba yo, con unos íntimos, trabajando, construyéndolo, bien debajo de la tierra, como a unos 40 metros. Sabíamos bien que nadie sobreviviría y que teníamos que tomar la iniciativa— al menos para nosotros y nuestras familias.

Los demás no tenían ni idea y hubiéramos instigado un pánico si dijéramos algo. Además infringíamos la ley de todas maneras por no tener confianza en la sapiencia de nuestro gobierno.

De todos modos, mucha gente creía que nuestra extinción vendría de las condiciones malas aquí en la Tierra, ¡no de afuera! Las condiciones físicas definitivamente presagiaban algo malo y deprimente. A pesar de todas las medicinas que prometían que nos harían vivir hasta los años 60, nadie superaba, en este tiempo, los 55. Casi todos trabajábamos en las fábricas, que ocupaban todos los sitios del continente. Algunos todavía estudiábamos y escribíamos cuando había tiempo, pero la escritura y la inteligencia, por supuesto, ya no eran profesiones nobles. En algunos lugares, se las prohibía. Lo que era importante, en esta época, era el dinero.

—¡Pero, abuelito, todavía se queda importante esto!
—Bueno, sí, mi hijo. Pero arriba, durante esos años, podíamos sobrevivir sólo teniendo dinero. Como necesitábamos comprar pastillas que nos permitían vivir sin comer, así como comprar cuartos en cuales vivir, no había otro modo que trabajar, como hormiguitas.

Porque tienes que comprender: ya no se hacía comida verdadera, sino las pastillas, y para producir esas, había las fábricas. Ya no había nadie viviendo afuera, al otro lado de las paredes interminables que nos protegían de la contaminación y del calor insoportable que hacía afuera. Algunos trabajadores tenían que ir a veces al otro lado para reparar cositas que necesitaban reparación, pero era muy peligroso. En ciertos días, erupciones solares pegaban a nuestra Tierra, pariendo una radiación extrema durante la cual cualquier persona, sin excepción, sostendría retardación mental y, no infrecuentemente, una deformación física grotesca.

Pues sabíamos que sí, nuestro modo de vivir era desagradable. Quizás unos cien años más nos hubiéramos traído el apocalipsis nosotros mismos. Pero aquel día que supimos—nuestro grupito—del asteroide, aprendimos que nuestra defunción no venía de la condición deteriorada de nuestra raza, sino del cosmos. Después de todo, no ocasionaríamos nuestro mismo fin.

Todo el tiempo que no trabajábamos en las fábricas, estábamos trabajando debajo, en secreto todavía. Necesitábamos construir un aposento para casi 40 personas, que eran todos en que podíamos confiar.

Al terminar el refugio, vino el asteroide, a unos 25 mil millas por hora, se estimaba.

Pues lo que puedo decir es que nunca supimos precisamente lo que pasó a las personas que quedaron arriba. Unos de nosotros fuimos por allá unas semanas después del impacto y lo que vimos fue destrucción completa. Encontramos una profusión de cuerpos estropeados y las paredes se habían derrumbado, como anticipamos. Al final decidimos quedarnos en el refugio que habíamos construido y aquí estamos todavía. Como puedes ver, lo hemos agrandado un poco para alojar a nuevas personas como tú y tus amiguitos.

…El abuelo mío me contaba también cuentos de su niñez, cuando todavía era seguro estar en el exterior sin ser “radiado.” Me contaba de árboles, de verdes valles, de animales que cruzaban los ríos, de…

—Pero abuelito, ¿de qué hablas? Trepo árboles todos los días y corro verdes valles con amigos por los fines de semana… ¡Aún he nadado yo en el río!
—Ah, ¿sí? ¿De verdad?
—¡Pero, sí, abuelito!