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Inicio / Cuenteros Locales / Hell / Un Despertar Demencial (Capítulo I)

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I

Abrí los ojos de golpe, los moví en todas direcciones de manera sigilosa queriendo inspeccionar el área sin ser visto, parpadee un par de veces consecutivas y luego una vez más pero interrumpida por un trago de saliva que di para alivio de mi seca garganta (aunque en el instante lo que necesitaba era aliviar mis sentidos con algún trago de certidumbre). Había despertado por un escalofrío que estremeció todo mi ser y tardé unos pocos segundos en asegurarme de que efectivamente, había tenido una pesadilla horrible, causante del anterior espeluzno que me mantenía alerta, a qué, no sé.

Todavía inmóvil, colocado en mi lecho de sábanas, ya más tranquilo y sobrio, justo cuando me disponía a consultar los suscitados disparates oníricos con mi razonamiento abstracto y abrumado, empecé a sentir la presencia de algún individuo, del cual, yo no sabía nada ni deducía nada, en parte porque vivo solo y porque, si he de ser sincero, no me atrevía. Dije para mis adentros: tranquilo muchacho, es el concurrente juego de tu paranoia mental. Luego, después de analizar esa vaga hipótesis deduje que no era viable por razones relacionadas con mis problemas mentales (de los que no daré explicación), además ahora sentía esa caótica presencia aunada a ciertos olores pútridos que se empezaban a distinguir en el ambiente, pestilencias de las cuales no me quiero acordar o traer a mis nasalidades nunca durante mi vida en este y en todos los posibles planos de la existencia.

El factor olor fue algo que me hizo entrar en un estado de pánico incontenible y a la vez reprimido por la razón, que me hacía mantener la calma y no precipitarme. Como pude deshice la mal lograda posición fetal que había adoptado mientras mi subconsciente hacía de las suyas; empecé a acomodarme de manera que pudiera girar rápido, ver la fuente del eminente apeste y correr en caso de que fuera necesario hasta donde aguantaran mis desdichados y desgarrados pulmones por el humo del tabaco consumido durante años. Viré sobre mi brazo izquierdo en dirección derecha, lo hice con tal rapidez y regate que levanté las sábanas y volaron sin querer tapando aquello que me había metido una intriga como las que sólo experimento cuando estoy enamorado de alguien que no conozco. . . bueno, en este caso yo no estaba enamorado de la cosa esa, pero sí intrigado, nervioso y asustado de la misma forma que cuando mi endeble alma es atraída.

Me quedé algo estupefacto mirando aquel montoncito que se posaba en la repisa de mi ventana, temiendo y esperando a que se levantara furioso a acabar con la vida de este infeliz servidor de la limpieza y el control de plagas en los hogares. Pero nadie ni nada se levantó. Puse en funcionamiento el oído con el que detecto el diminuto ronronear de las ratas y el silbar de las víboras. Pero igualmente, nadie ni nada hizo ruido. Puse en práctica el sentido intuitivo que meticulosamente he ido desarrollando para detectar la respiración de casi cualquier ser vivo (he de admitir que aún no logro detectar el respirar de los tréboles y las margaritas). Pero nuevamente nadie ni nada parecía inhalar o exhalar.

De algo ya estaba seguro, no era un ser vivo. . . al menos no aerobio. Había todavía una innumerable cantidad de posibilidades con las que me podría entretener al menos un cuarto de día desentrañándolas, analizándolas, y desechándolas, o en el mejor de los casos. . . ratificándolas.

Antes de entregarme a esa ardua pero excitante labor, me vi tentado por la corrupta idea de desenmascarar de un simple tirón aquella cosa desconocida, y es que podía jalar la cenicienta sábana y quitarme de dudas de manera inmediata, pero eso le restaría completamente el placer a mi cabeza de imaginar, de escatimar en esos huecos oscuros que pocas veces visito, y el de demostrar de manera vanagloriosa el potencial de mi mente enmarañada. El acabar con la intriga de una manera tan tajante como me lo proponía esa endiablada idea hubiera sido un crimen. Descubrí que ya no tenía temor alguno por lo que se encontrar debajo de la cobija, esas ruines emociones se habían metamorfoseado en un momento de éxtasis deseoso de adivinación telepática por el que estaba dispuesto a pasar, ya no un cuarto de día, sino un día completo, dos, tres o siete si era necesario para dar con el fondo del enigma que me embargaba.

Lo primero, dije, es valorar la forma del titipuchal que se me ha presentado cubierto de tela barata. Lo miré desde diferentes ángulos, por arriba, por abajo, por un lado y por el otro. Medía aproximadamente unos 25 centímetros. Noté irrefutablemente que era un cuerpo deforme, pude distinguir algunas elevaciones y uno que otro valle, protuberancias por aquí y por allá, no seguía ningún orden. Era un cuerpo sin lógica alguna, o con una lógica incomprendida por mi mente, que como siempre, mantengo en expansión.

Al cabo de algunos minutos de concentración pude ver que había ocurrido algo casi imperceptible para el ojo común de una persona, la sábana que lo cubría estaba levemente humedecida. Yo como buen mata moscos, mata cucarachas, mata ratas y prácticamente, mata todo aquello que afecte los niveles de sanidad requeridos en cualquier recinto decente, lo noté. Soy experto en detectar madera podrida, carcomida por la humedad y desgraciada por las termitas.

Ahora sabía algo más, desprendía vapores que se impregnaban en la tela, podían ser vapores de sudor, de lágrimas, o de baba. Hasta ese momento tenía ya 5 características de la materia inerte que misteriosamente se había aparecido en mi camino para que yo, con mi grandeza y perfección, lo descubriera como nadie más lo podría hacer. Dios había puesto en mi estancia ese regalo inusual; un cuerpo insoportablemente hediondo, torcido, sudoroso, sin respiración y con un tamaño menor a una regla de treinta centímetros; mi trabajo era descubrir qué demonios era.

Texto agregado el 08-12-2006, y leído por 94 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-12-2006 Muy interesante, un poco paranoico (¿poco?) ahora tengo que seguir leyendo. saludos morrison86
 
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