Me jode tanto que te vayas a confesar como un puritano. Que huevos los tuyos. Te veo llegar en la camioneta azul, bajas de la mano a tu esposa y le regalas una florcita ridícula que has arrancado del sardinel. Porque todo lo que tú sabes hacer es arrancar, la vida misma, de a pocos. Me has convertido en un retazo que respira la miseria de tus abrazos cansados. La amante; The lover. Nunca la vas a dejar y lo sé. Pero me importa poco porque ya no soy más que el reflejo de la mujer que habitó en mí hasta que te conocí. Te acercas lentamente a la puerta y la abres para que ella pase, le das una palmada, ella sonríe. Se sientan en las bancas que están a la mitad, escuchas atentamente el sermón y recibes la comunión con el halo de santo que te apesta. Tomas de la mano a tu mujer y te descansan los ojos. Ella está viviendo una miseria más grande que la mía. Eso me repito mientras me dirijo al confesionario. Me siento en la banca de madera fría y observo el crucifijo que está tendido sobre el piso, remodelaciones. Es una iglesia vieja. Me da pena ver al Cristo tendido allí, pienso que conoce mis penas más que nadie. Me gustaría sacarlo de la cruz. No quiero llorar. Saco de cartera el celular, has mandado un mensaje. Espérame. Te espero, allí sentada y dejando que Cristo vea mi alma. Con la vergüenza y la tristeza, con esa florcita que le has dado a la entrada punzándome el corazón. Sí señor, yo también cargo con las espinas. Llegas apurado, la has dejado mientras has inventado una excusa como todos los domingos. Ella nunca sospecha, un hombre santo como tú. Te veo en dos horas, mismo restaurante, en la afueras de la carretera 35. Te quiero. .
Me quieres, todo lo vale de nuevo. Ya no me duele tanto ver como manejas hasta casa.
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