Soy Zecné, hija de Aldia, a su vez hija de Virma, descendiente de Molpe. Ella fue la única sirena que, detrás de sus hermanas, miró muda el paso lento de la nave de Ulises, y así, se salvo de morir. Cuentan que observó impasible cuando sus hermanas morían e inclusive probó su carne fresca, por curiosidad más que por hambre. Vivió 320 años y devoró y enviudó de más de noventa marineros a quienes hechizó con la melodía de sus ojos cristalinos y la suavidad de sus cabellos verde olivo, que contrastaban con la blancura de su piel, su nariz pequeña y afilada y sus labios rojos y delgados...
Se desplazó silenciosa a través de los desiertos camarotes del naufragio, sus cabellos ondulaban acariciando las paredes de madera y sus senos suaves rozaban los corales cortantes, los crustaceos y de vez en cuando, un craneo humano. Cuando llegó a la amplia sala que formaba los derrumbes en cubierta, un rayo de luz iluminó su rostro pálido y sereno, alcanzó a ver la tela delgada que separa a su mundo con el nuestro y ascendió, gracilmente, por los escombros, hasta llegar a superficie.
Emergió y sus grandes ojos verdes se enrojecieron levemente, se recostó y después de un suave y largo escalofrío transfiguró en mujer. Entonces, caminó descalza por la tibia arena hacia la cueva; detuvo su mirada en un cangrejo enorme que tomaba el sol sobre una de las osamentas y paró.
Sus labios se entreabrieron y lentamente se inclinó, encorvandose hacia delante, colocó sus manos relajadas y extendidas, con las palmas hacia adentro y a la altura de su rostro. Sus ojos permanecían muy atentos, sus grandes ojos rojos, adoptó esa posición por un lapso que pareció una eternidad y luego en un instante, con un movimiento rápido lanzó un zarpazo, tomando al cangrejo y quebrándolo en pedazos, lo engulló tomando un breve tiempo, el caparazón no fue problema, desapareció entre sus fauces, enrojeciendo levemente sus encias.
Siguió sin prisa hacia la cueva y al entrar un hombre se incorporó de los escombros, su rostro se iluminó de alegría y musitó: Zecné mi vida...
Esta vez Zecné no sonrió, se acercó y posó su pie desnudo sobre el pie del marinero, elevó y dejó caer sus brazos sobre los hombros y la espalda de su amante, suave y lentamente, como cae el atardecer en el ocaso; apretó sus pechos tibios sobre el torso y se dejó llevar en actitud de entrega. La miel de sus labios y sus senos, la dulce miel del pubis, las contracciones de su vientre, su canto suave y angustiado al compás de la respiración del marinero y los húmedos murmullos. Se posó encima de él, y comenzó un movimiento rítmico y pausado, impulsado por sus gluteos y sus muslos; mientras lo miró y lo recorrió con su mirada, vio atenta como la vista del hombre se nublaba y ella sintió un torrente lubricado, entonces se detuvo.
Sus labios se entreabrieron y lentamente se inclinó, encorvandose hacia delante, colocó sus manos relajadas y extendidas con las palmas hacia adentro, sin quitar la vista de los ojos del humano, con sus grandes ojos rojos...
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